martes, 18 de septiembre de 2012

Diario del año del diagnóstico - Los inocentes

Están los dos chicos de la casa (primo y prima, o quizá hermanos) y está el hijo retardado de la modista. Los chicos viven con la abuela, unas tías y el tío Esteban. La modista suele venir a tomar medidas o a probarles vestidos a las tías. Al tío Esteban se le da por enseñarle a leer y escribir al chico retardado. Los primos se entusiasman con el otro. Empiezan a llevarlo a la plaza o a caminar. Observan fascinados cómo los gorriones y las palomas se le acercan sin temor. Y cuando pasan por el portón de la quinta vecina, donde la parejita suele robar naranjas desde lo alto de la medianera, los perros guardianes se acercan amansados al chico idiota. Pasan los meses y algunos años. La chica, crecida, ya no gusta de aventurarse en busca de las frutas; prefiere a sus amigas. A su vez, repudia la conducta del retardado, que pasa horas contemplando la foto de una bañista en el almanaque, mientras mueve la mano en el bolsillo del pantalón. El primo se ofende y acongoja con este reproche. Sin embargo, un día ella propone una nueva incursión en la quinta. Y propone utilizar al chico idiota para distraer a los perros. Con la escena de esta última aventura termina el cuento. El retardado entra a la quinta, pero esta vez los perros no se apaciguan. Lo despedazan a dentelladas. No es la primera vez que recuerdo este cuento, pero nunca había vuelto a leerlo. Ni antes ni después del diagnóstico de Esteban. Es “El inocente”, de Juan José Hernández, la lectura número 330 de Parrafus Interruptus, del 26 de mayo de 2008. Primer programa luego del nacimiento del Fulanito, domingo por la noche, victoria del flamante papá Perenchio. En el programa anterior, último de la semana, el de la noche del nacimiento, no había habido ganador. Mucho después se supo que el cuento aquel fue “La misma sangre”, de William Goyen. A lo largo de este largo año pensé más de una vez en la curiosa connotación que vino a tener aquella lectura. Gané en Parrafus por primera vez con Esteban en vida con un cuento cuyo protagonista es un retardado mental. Por supuesto, no es correcta la exacta extrapolación: hoy ya no se habla de retardo, existe el diagnóstico precoz denominado TGD y, con un adecuado tratamiento, se evita o neutraliza todo lo posible aquello. El cuento del tucumano Hernández trascurre quizá en una provincia, en los años 50 o 60, y, en él, la modista no pudo hacer mucho por su hijo. Por otra parte, leyéndolo de nuevo la otra noche, encuentro que quizá el título no se refiere necesariamente al chico retardado. También puede aplicársele al otro, abochornado por el reproche y la manipulación de su prima, quien tal vez, sin inocencia, desencadena la tragedia. También tengo presente la charla con Hugo después de aquel triunfo. Antes de iniciada la lectura, mientras él me saludaba por la llegada de Esteban y destacaba la casualidad de que nadie hubiera ganado la noche del nacimiento, le dije a Cristina que quizá el cuento de aquella noche había sido “El inocente”. Después, “El inocente” apareció esa noche. Cuando salgo al aire, antes aún de dar título y autor, balbuceo esta maravilla. El también se asombra de que precisamente esa noche, con ese cuento, gane yo. No sé si todavía en el Blog pueden escucharse los programas. Tal vez ese soporte tecnológico aportado por Pablo Graciani tuviera un vencimiento o cosa por el estilo. Hace poco un oyente pregunto por una lectura teatral inenterrupta donde se hablaba una especie de jeringozo, y quería saber cuál había sido. Consulté a Hugo, quien no se acordaba ni por las tapas, pero, maravillosamente una vez más, coincidimos en que podía ser “Arroz con leche… me quiero casar”, del tucumano (¡!) Julio Ardiles Gray. Pero después no tuve tiempo de buscar y fijarme en los audios, para contestarle al amigo oyente. Me fijo ahora, en esta tarde ventosa y nublada con la que el invierno se resiste a partir. Hace un rato dejé al Fulanito en el jardín y tengo por delante un par de horas para mí. Después voy a buscarlo y vamos para el CIASI, donde hoy tenemos talleres. “¿Y después?” Después volvemos y lo ayudo a bañarse. “¿Y después?” Después comemos (espero que Mamá me haga la pizza que pedí). “¿Y después?” Después, un poco de notebook. “¿Y después?” Después, vemos “Mister Maker”. “¿Y después?” Después, a dormir. El tratamiento cognitivo-conductual por ahora tiene esto: lo hace rutinario y anticipatorio, medio robotito; pero más adelante se verá, las esperanzas están intactas (“Vamos por más”, como dice Cristina), y siempre será mejor que lo dicho en aquella larga frase inicial del cuento: “Estábamos acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una desgracia para su madre, que hubiese sido preferible que naciese muerto, y otras frases por el estilo que empezaban con un piadoso ‘Dios nos libre y guarde’ o ‘Que Dios no me castigue, pero…’ y que terminaban con un suspiro de resignación.” Riiiiiiiiiiing