viernes, 28 de septiembre de 2007

Adiós al Tobar (I, II y final)

I

Vi una vez... Me acuerdo de una película francesa que vi una vez, creo que un sábado a la tarde, en canal 13. Una película de Louis Malle, de los años ’80; una tardía pero muy particular evocación del gran director galo acerca de la ocupación nazi de Francia y la persecución a los judios. (Miren de qué tiempos les hablo, cine francés de calidad en canal 13...) La película se llamaba “Adiós a los niños”. Creo que ahora la dan cada tanto en cable, pero nunca la volví a ver.
No importa. Aunque no me acuerdo de los detalles de la trama (solo retengo una sensación de tristeza final), hoy me encontré pensando que vivo, en estos días, algo parecido a lo que alude aquel título.
Advierto a los lectores del Blog que voy a contar algo más sobre mi actividad laboral. A los que esta melancólica temática les aburra, invito que cambien ahora mismo de página web. Pero quédense, por favor quédense, si quieren acompañarme en el relato de la honda emoción que hoy me socava.
Algunos lectores del Blog, algunos oyentes de Párrafus, saben que trabajo en seguridad privada. Hugo, incluso, suele destacar que, en el juego que nos propone con su programa, el mayor ganador no es un profesor de letras, ni un estudiante, ni un profesional de cualquier rubro, ni un intelectual, ni un artista, sino un simple empleado de seguridad, al que desde chico le gusta leer.
Mencioné algunas veces, acá o en el programa, que desde hace casi un año estoy destinado por la empresa que me emplea en un hospital. Nunca dije cuál. La anteúltima vez que gané, en medio de un apagón, Hugo volvió a preguntarme cuál era, ofreciéndome la radio para que Edesur se enterara del desperfecto eléctrico. Le agradecí, pero seguía pensando que podía perjudicarme laboralmente si nombraba el “objetivo” (como decimos en la jerga), así que una vez más lo callé.
Ahora, porque la empresa me trasladó de ahí, puedo decirlo.
El proceso va a llevar unos días de papeleos y capacitación, no es seguro todavía cuál será mi próximo destino, pero es un hecho que ya no vuelvo al hospital. A no ser que me anime, que me atreva al riesgo de estragarme el alma si vuelvo por allá, hoy o mañana, a despedirme de los pibes internados en el hospital de Constitución.
Esto, el barrio, lo mencioné varias veces. Una vez pensé en decir también (o escribir) que se trataba de un hospital de niños; podría ser uno de los tres que hay en la capital; no era decir (o escribir) mucho. Pero los hospitales para niños de capital, como los tres mosqueteros, no son tres (Elizalde, Gutierrez, Garraham), sino cuatro: mi hospital fue el Tobar García, el neuropsiquiátrico infanto-juvenil.
De las connotaciones que este hospital y los otros dos psiquiátricos vecinos tienen para mí, no digo nada. Digo que, cuando en octubre del año pasado me mandaron ahí, y el compañero que me recibió me llevó al quinto piso y me dejó en el area de internación, pensé: “Esto no es para mí, yo no puedo trabajar acá”.
En esos días, a raiz de un principio de incendio provocado por las chicas del cuarto piso, las autoridades del hospital habían solicitado que un vigilador estuviera permanentemente en el piso de varones, el quinto, en prevención de que los chicos, por imitación, intentaran lo mismo.
En definitiva, eso nunca sucedió. No fue tan dramática la historia. Pero me acuerdo que, después de unos días, me dije que una cosa es ver “Atrapado sin salida”, que muestra el infierno de un manicomio de adultos (y norteamericano), o ver “Crónica de un niño solo”, el drama de un orfanato, o ver en la calle (o por la tele) chicos inhalando pegamento..., pero ver cara a cara pibes locos, convivir con ellos, interactuar con ellos y con los enfermeros, cuidarlos, cuidarse, hablar con sus familiares..., y todo en un pasillo de treinta metros de largo al que se abren las nueve habitaciones sin puertas y el comedor de quince metros cuadrados, que es todo el area de internación del Tobar García ..., eso... me gustó.
Yo debo estar un poco loco también –como Hugo me dijo, inadvertidamente, un par de veces.
La cosa es que después de unas semanas (al principio iba domingos, lunes y martes), me adapté a esa dinámica, ese ambiente, esas carencias, esos pibes locos, y me quedé. También debo decir que hasta ese momento, desde el mes de marzo, casi en coincidencia con el comienzo de Párrafus Interruptus, trabajaba por la tarde, solamente ocho horas, pero en un hospital muy alejado, y con un solo franco por semana, los viernes. Lo bueno de ese régimen era que, saliendo del hospital a las 22.00, llegaba a cualquiera de mis dos domicilios -la perenne casa materna, en Laferrere, o el acogedor departamento de Cristina, en Remedios de Escalada- con tiempo suficiente para ducharme, cenar y concentrarme para el programa. Pero el nuevo diagrama, de doce horas, por la noche, me permitía comprimir la semana laboral en cuatro días, y después tener tres días libres. Por eso también acepté. Pero, sobre todo, porque me hice amigo de esos pibes.
La población de pacientes va cambiando. No son muchos, el hospital es chico. Las camas de la internación son 27 (tres por habitación), pero a veces se agregan otras. Entran unos, salen otros. Algunos permanecen meses y meses. Actualmente hay uno que estaba cuando yo entre, pero tuvo una externación en el medio; volvió hace un par de meses. Eso también suele darse, chicos que van y vuelven. Un cincuenta por ciento llegan a la internación por asuntos de drogas. El consumo desde muy corta edad les quemó la cabeza a los 15 o 16 años, y entonces los padres, que recién reaccionan, los llevan al hospital.
Pero estoy simplificando irrespetuosamente. Cada caso, cada sujeto es único, irrepetible, y tiene particularidades que yo, desde mi simple puesto de observador, no puedo discernir. El tema de la droga, empezando por lo que las sustancias le hacen al cerebro, terminando en la conducta o actitud de los padres del pibe que consume, es un misterio del que a veces, en la televisión o en las revistas, se habla muy a la ligera. No quisiera caer en lo mismo.
Otros pibes están por auténtica enfermedad mental... Pero vean qué difícil es escribir sobre esto, cómo cuesta encontrar las palabras: “auténtica” enfermedad mental; qué diría el finado Foucault si leyera esto... Bueno, diría que escribe alguien que, al menos, porque no domina el tema, se cuestiona y trata de hacerlo responsablemente.
Con la mayoría de los pibes -adictos, retrasados, psicóticos- se puede hablar. Que algunos no puedan seguir mucho tiempo el hilo de una conversación, o del propio discurso, a veces es una alegría (por los hallazgos que depara) frente a tanta cháchara bien estructurada que emitimos los normales. Y también, sobre todo, con los chicos se puede jugar.
Desde fin del año pasado, por la remodelación del hospital, se cerró el gimnasio de que disponían, así que no se juega más a la pelota; el mínimo patio que quedó (también a consecuencia de las obras) no sirve para eso. Entonces, en el piso, jugábamos al metegol, a las cartas, al tutti fruti; algunos sabían jugar al ajedrez; yo siempre les ganaba; uno solo, una vez, me hizo tablas.
Esto tal vez resume mi actitud en esa convivencia con los pibes locos del Tobar. Nunca me dejé ganar al ajedrez. Les jugaba de igual a igual, a cara de perro. Con mucha paciencia para los que apenas sabían mover las piezas; corrigiendo movidas incorrectas; permitiendo, a veces, una nueva movida cuando perdían tontamente la dama; incitando a continuar a los que muy pronto querían rendirse; recalcando una y otra vez que estaban aprendiendo, que el juego se mejora sobre todo con la práctica (a uno también le regalé un libro sobre ajedrez), les jugaba para ganar, seriamente, con rigor, respetando, creo, su integridad.
Lo mismo en el metegol, pero ahí jugábamos en pareja, y a veces, con mis eventuales compañeros, perdíamos (ahí intervenían también algunos padres, hermanos y otros acompañantes); igual, muchos querían jugar siempre conmigo.
Y estaba el fanático del tutti fruti. Me gustaría nombrarlo (sería una forma de recuperar lo perdido), pero eso tal vez no estaría bien. Además, no estoy seguro de su apellido. (Yo llamaba a los chicos por el nombre, a diferencia de los enfermeros, que utilizan el apellido.) Este chico, de 14 años, cada tarde, cuando yo ingresaba al piso, si estaba circulando por el pasillo y me veía, o después, cuando yo iba al comedor y a las habitaciones a saludar a los pibes, venía corriendo a mi encuentro, me abrazaba, pedía un beso, y enseguida proponía jugar al tutti fruti. Había venido con ese berretín de las casa. Creo que me dijo que lo jugaba de más chico con una hermana. En el hospital, a los otros pibes les parecía cosa de mariquitas, y nadie quería jugarle. Al principio, entonces, jugábamos los dos solos; era un poco aburrido (también ganaba siempre yo, por el doble de puntos, o más); íbamos rotando el item de cada columna: Nombres, Paises, Colores, Frutas y Verduras, Clubes de Futbol, Jugadores, Ciudades, Meses... El no quería que faltese “Meses”; era inútil explicarle que se trataba de la categoría más pobre, que eran solo doce y algunos tenían la misma letra inicial, que casi siempre los dos pondríamos el mismo. El quería que estuviera “Meses”. Así, rotando las categorías (excepto Meses), y por la incorporación paulatina de otros participantes, que revieron su prejuicio al verme jugar a mí, las mesas de tutti fruti se hicieron más divertidas.
A eso de las ocho de la noche bajábamos al comedor del subsuelo, para la cena; algunos, por mala conducta durante el día o por permanente riesgo de fuga, no tenían permiso para bajar y comían en el piso. A estos les subían la comida un rato antes; yo trataba de acompañar tanto a un grupo como al otro (aunque cenaba una sola vez); abajo, me sentaba con los pibes solos; en otra mesa cenaban los que estaban con acompañantes; en otra, los enfermeros. Después de comer volvíamos al piso, jugábamos un rato más, mirábamos tele, charlábamos. Al rato, poco a poco, se iban a la cama: la medicación que se administra alrededor de las siete de la tarde, hace su efecto. A las diez se apaga la tele y los enfermeros conducen hacia sus habitaciones a los rezagados. Después se apagan las luces, excepto en el pasillo, en el baño y en el oficce de enfermería. Entonces yo bajaba a buscar mi morral, charlaba dos o tres boludeces con mi compañero de la entrada, a veces me asomaba un rato a la vereda. De nuevo arriba, me llevaba dos sillas del comedor hacia el extremo del pasillo donde está el metegol, ahora vacío. Sobre el metegol colocaba el equipo de mate, la radio, lo que me hubiera llevado para leer. En una silla me sentaba, en la otra apoyaba los piés. A veces, de alguna de las habitaciones cercanas se escabullía un chico y me pedía una silla; se sentaba conmigo y conversábamos..., hasta que desde enfermería se escuchaba su voz y uno de los enfermeros venía a devolverlo a su cama. Entonces sí, yo me decía: “Comienza la noche”, y abría el libro, o prendía la radio (con auriculares), o miraba por el ventanal de acrílicos que da oblicuamente a la calle Carrillo.
A las doce de la noche se relevan los enfermeros. A esa hora entra Pablo, ya mencionado en este Blog, único amigo que hice en el hospital –sacando a los chicos-, de quien volveré a escribir en algún momento. A las doce y veinte, y veinticinco, le avisaba a él, o a alguno de sus compañeros, que bajaba por un rato. Abajo, le avisaba a mi compañero que salía al patio a escuchar la radio; le explicaba que arriba, o ahí en el hall, no podía sintonizar un programa que no quería perderme. Le avisaba por si venía el supervisor y no me encontraba en el quinto piso, para que no inventara ninguna mentira extraña. Lo que nunca conté, ni a él ni a los enfermeros (excepto a Pablo, más adelante), fue mi participación en Párrafus Interruptus. Acerca de la cual (ahora me acuerdo), una vez, en un mail, no recuerdo si a Hugo o a María Suarez, dije que su carácter obsesivo tal vez tuviera que ver con el lugar donde trabajaba.
En abril de este año trasladaron al compañero que tenía su puesto en la entrada. Entonces me bajaron a mí y vino otro vigilador para el quinto piso. Pero yo propuse que nos rotáramos de a ratos, y él aceptó; este compañero ya había estado tiempo atrás en el hospital y conocía el trabajo de la entrada. Y a mí me gustaba estar con los pibes. Después, por reducción del servicio, se eliminó el puesto del quinto piso durante la noche. Ahora yo quedaba solo, abajo, a partir de las 22.00. Pero siempre algún policía servicial me relevaba un rato a las 00.30, para que yo pudiera bajar al patio, o al comedor si hacía frío, a escuchar el programa.
Ahora me trasladan a mí. Es algo muy habitual en esta posmoderna actividad que me ocupa. Algo que no siempre, casi nunca, se escoge voluntariamente o se da a favor, mas bien al contrario. Cualquiera puede observar, en un banco, en un supermercado, en cualquier edificio publico, cómo, periódicamente, cambian las caras del personal de vigilancia, junto con el entero individuo que las porta. Es que son normales la rotación y el traslado de un objetivo a otro. Algunas veces, esto responde a políticas de la empresa; otras, a solicitud de los clientes; las menos, a necesidades del vigilador. No se trata, entonces, en este caso, de ningún tipo de sanción. Al contrario: podría, para algunos, ser una mejora laboral. Pero yo todavía no sé bien hacia dónde es el traslado (ni qué tipo de lugar, ni en que zona), ni cuál turno me tocará, así que quizá para mí sea un perjuicio. Digo, si es que no pudiera seguir escuchando obsesivamente (o con el fanatismo de aquel chico por el tutti fruti) nuestro Párrafus Interruptus.

Denominé Primera Parte (I) a esta Entrada porque siento, desde antes de empezar, que queda mucho por contar. (En alguna parte, de alguna forma, deberé decir que yo no tengo hijos, que nunca quise tenerlos, y que siempre expresé esto muy brutalmente, diciendo que no me gustan los chicos...) Pero tampoco sé cuándo podré hacerlo.

II

Mi nuevo destino es un banco en el microcentro. El diagrama, el peor: sábados y domingos, de día, de 07.00 a 19.00; lunes y martes, de 19.00 a 07.00, toda la noche y algo más.
Laboralmente, es un diagrama envidiable: me evita todo el trajín de la actividad bancaria. El trajín de los demás, de los empleados y el público, porque nuestro trabajo consiste en observar y poco más que eso. Pero el stress, aunque ajeno, igualmente se absorbe, creo, y el cansancio de las piernas, por estar cinco o seis horas parados, se siente. Durante el fin de semana, y por la noche, la cosa es más aliviada.
En cuanto a la ubicación del objetivo, era bastante previsible. La mayor parte de los clientes de la empresa están en capital. Así que, desde mi domicilio eventual en lo de Cristina, sigo llegando a Constitución en el tren. Y desde el tren, poco antes de llegar a esa cabecera del sur, justo antes de pasar bajo el puente de hierro, por detrás de la sonriente planta cerealera, durante un breve tramo se alcanzan a ver los últimos pisos del edificio del Tobar.
Cada tarde, cuando me dirigía hacia allá, al pasar con el tren miraba las ventanas del quinto piso. Por detrás de la malla de alambre que recubre los acrílicos, entre las toallas y otras prendas de los pibes puestas a airearse, alguna cabecita alcanzaba a entrever. A veces, cuando llegaba y subía al piso, iba hacia esa habitación y encontraba al chico todavía en la ventana, mirando la calle, las vías, los trenes que pasan.
Los que persisten en esa conducta, siempre a la misma hora (la hora de las visitas, de 17.00 a 19.00), son unos pocos, pero desde el tren, tan a lo lejos, nunca podía reconocer a ninguno. Mejor así. Asì, ahora, cuando estoy llegando a Constitución y miro hacia allá, puedo atribuirle a esas cabecitas la identidad de cualquiera de ellos, incluso la de quienes no tienen esa manía, y puedo saludarlos...
...Hola, Javier... Hola, Diego... Cómo va, Mario... ¿Un tutti fruti, Lionel? Hola, Lucas, Què hacès, Elías, hola, Martín...
Chau. Chau, chicos, hasta mañana... Chau, chau...
Hasta pronto.

martes, 25 de septiembre de 2007

McAbre - PI del 25.9.07


Ian Mc Ewan con su libro Expiación, tuvo una controversia similar a la de Sergio Di Nucci, pero este con Bolivia construcciones fué observado en una página web sobre potencial plagio, por un lector de 19 años.
Efectivamente, Agustín Viola, estudiante de Cs.Económicas, avisó sobre este llamativo parecido. Leedlo aquí. Luego de su comentario en la bitácora, se le hizo la noche a Di Nucci, con suerte muy distinta a la de Mc Ewan.

Juana Recht, la ganadora de hoy es una matemática. Contundente/demoledora en sus palabras, optó por el reciente libro de Fabiana Daversa, frente a la opción de Isabel Allende. Harto sincera.
Declaró su relectura del libro La Peste para tomar energías.

PI no sólo es número, sino que como programa radial,
también es irracional.

Ipse dixit,

jueves, 20 de septiembre de 2007

Leed, leed malditos!



Hagamos un Parrafus Inversus:

- ¿Por-qué la has matado? - preguntó el policía que estaba sentado junto a mí.
- Ella me lo pidió.
- ¿Lo has oído Ben?
- Es un chico muy servicial - dijo Ben por encima de su espalda.
- ¿Ese es el único motivo que tenías? - preguntó el policía.
- ¿Acaso no matan a los caballos? - respondí

Este es el fragmento final de la novela negra de Horace McCoy, escrita en 1935, en plena recesión norteamericana, y protagonista del Párrafus 219 [20.9.07]

En rigor, me llamaron la atención algunos detalles de la obra, cuando esta fuera llevada al cine en 1969. Su novela fué reivindicada como el puntapié del existencialismo norteamericano.

Luego vendría la segunda guerra, y recién con el Mayo Francés, surgiría el momento propicio para una postura contestaria, signada por el contexto de la guerra de Vietnam.
Allí Sidney Pollack, un cineasta proveniente de la televisión ve la oportunidad de hacer una crítica a la sociedad de ese momento, al recuperar la novela de McCoy y narrar las peripecias de la depresión, cuando se organizaban maratones de baile para las multitudes que padecían hambre, falta de laburo y guita.
Obviamente eran engaña pichangas.
Probablemente en esta crítica harto certera, McCoy fué elíptica [y no casualmente] ignorado.

Pero, el argumento me lleva a los concursos de gran hermano y bailando/patinando/[cualquier gerundio] por lo que fuere. Situación omnivigente.
O a la muestra fotográfica del genial Liborio Justo, quien retratara ese momento tan peculiar de la vida norteamericana [creo en exposición en la Biblioteca Nacional hasta fines de septiembre].

Y como saltamos de la miseria humana, remate que señalamos en el final de la novela: el tema de la eutanasia. Tanto Pollack como McCoy, comparan el acto de matar a una persona que está sufriendo con la acción de sacrificar a un caballo herido.

Digo, toman una postura, pero dentro de un correlato que es extenso, y abunda en detalles, y no como una posición antojadiza.

La peli como tal ganó un Oscar al mejor actor de reparto (Gig Young), y obtuvo otras ocho nominaciones: mejor director, mejor actriz principal (la preciosa Jane Fonda), mejor actriz de reparto (Susannah York), mejor dirección artística, mejor guión adaptado, mejor montaje, mejor música, y mejor vestuario.

En el año 2006 sigue teniendo el dudoso honor de ser la película con más nominaciones a los Oscars (9) sin estar nominada a Mejor Película. ¿Por-qué será?

También [Danzad], marca un punto de inflexión entre los directores, el ascenso y consagración de los provenientes de la TV.
Hoy hay más directores indiscutidos que provienen de ese ámbito [no tantos como desearamos], que logran un ritmo entretenido, llevadero y desarrollan tramas complejas con múltiples episodios dentro de cada capítulo.
Pienso en series como ER, Six feet under, Third Watch u otras policiales de Hallmark o Film & Arts.
La TV marca nuestro modus vivendi [nos guste o no], y se muestra lo políticamente correcto, aunque hemos observado algunos "deslices" en The West Wing.
Precisamente por eso considero interesante reparar en ciertas señales televisivas [Warner, Hallmark, Sony, etc., canal 7 de Argentina, el canal de Series, canal a, Encuentro, etc.]

Liborio y Horace McCoy fueron al decir de Scalabrini Ortiz unos "malditos".
Pero desde ya, su mensaje y obra no era comprensible del todo en ese momento.
Hoy la TV, internet, alguna prensa y la radio pueden ser medios complementarios.

El desafío es armar el rompecabezas.

Pese a lo negro del género, y de la expectativa McCoyriana, Pollackiana, no puedo obviar como la Fonda nos devuelve el alma al cuerpo, sin desnudos, sino con sensual inteligencia.
Aunque, jamás la hubiese matado ..

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Ludópatas

Irrefrenables ludópatas:
Saludo y comparto el comentario del Romero radioescucha, no del historiador.
Un año ha salía esta nota en Página 12, donde se aludía al caso de violaciones por parte de la fuerza aérea.

Y vino a mi marote, el genial escritor oriental, gran compositor y mejor entrevistaor: el Mauricio Rosencof.
Aquel de las cartas que nunca llegaron, o el de las historias de la Margarita.
Esas que fueron tan pero tan bien escritas, que mi [por aquel entonces pequeña] Tini se echaba a llorar, al escuchar:
Llevaba un vestidito tan liviano
que el corazón se me fue para la sien.


Rosencof no enloqueció gracias a su memoria prodigiosa, y tenacidad envidiables, permitieronle guardar su obra en los papeluchos de cigarro que escondía en los puños de las camisas que mandaba a lavar.
Y las historias de Margarita, tienen un tinte entre costumbrista y romántico. Algo como el Florencio Sanchez.

Dice Mauricio, que hasta escribió versos para las prometidas de los carceleros ..
Una especie de Oesterheld, a quien los milicos aún secuestrado, le hacian escribir una historieta sobre San Martín. Pero ese es otro desvelo, n'est ce pas?

Alberto [Romero] dice que no va a ganar, patrañas.
Ese anuncio alude a la sed del fuego sagrado, primero acercarse, luego darse a conocer, para finalmente dar el zarpazo.
Como las garras que muestran la María de Coghlan, el Bobby López Motta, la Verónica Cornejo de Lugano, o el Schumacher Formúla Uno de los interruptus, el Perenchio, quien anda en tratativas con el motor que habra de correr en días hábiles: nosocomios, edificios públicos, o cabarets. Allí donde falte seguridad literaria, habrá de ir a parar el hombre de Laferrere. Ese que no se deja ganar al ajedrez, ni a las canicas.


Sobre el acertijo de hoy, "Becket", de Jean Anouilh, es la historia de la tempestuosa relación, a mediados del siglo XII, entre Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, y el rey de Inglaterra, Enrique II.
Ambos fueron íntimos amigos en la juventud, para querellarse después, cuando Thomas, designado por el rey arzobispo de Canterbury, se negó, en condición de tal, a entregarle un clérigo que había sido juzgado por el tribunal eclesiástico, para ser llevado ante un tribunal laico.

La tesis de Becket tiene vigencia hasta hoy: no se puede castigar dos veces a una persona por un mismo crimen.
Los ánimos se enardecieron y un grupo de gente armada entró una noche en la catedral de Canterbury y asesinó al arzobispo sobre los escalones del altar.
Es santo y mártir para católicos y anglicanos, e hizo que el archicófrade Hugo se desprendiese de un viejo ejemplar de su biblioteca personal, para entregarlo al kólega locutor de Sarandí, el poeta López Motta. Estará en buenas manos.

Coincido con Roberto. Resulta harto interesante contar con un libro, donde las anotaciones, o subrayados permiten ver una faceta del antiguo poseedor del ejemplar.
Es uno de los grandes valores de la colección Cecilia Braslavsky, cuya biblioteca fuera donada a la Biblioteca Nacional de Maestros. Sus libros se encuentran con anotaciones, y resaltados, esto permite imaginar con alguna precisión mayor como uno va percibiendo la obra en cuestión.

Por las dudas, marco con lápiz [y a un costado] los párrafos sobresalientes.

Pequeños e insignificantes rayes..

sábado, 8 de septiembre de 2007

Galardòn

Nueva convocatoria a los oyentes para acompañar a nuestro conductor –de Párrafus- en un feliz acontecimiento. Hace poco, la presentación del libro. Ahora, el premio de Argentores.
El martes próximo, 11 de setiembre, en el teatro Metropolitan de la calle Corrientes, Hugo Paredero recibirá el galardón de la categoría Microprograma que otorga la Asociación de Autores. Por nuestro Párrafus Interruptus, es claro. Estaría bueno, entonces, que algunos de los oyentes, ganadores del juego o no, pudieran acompañarlo en la ocasión. Para mí, el martes es día laborable (a partir de las 18.00), así que, una vez más, estoy impedido de concurrir.
Desde acá, felicito a Hugo, y le aseguro que, aunque no pueda estar de cuerpo presente, lo acompaño de corazón desde el más acá. Y me acuerdo de aquel chascarrillo de Dolina: “Podrá usted tomar mi cuerpo, malvado, pero mi corazón pertenece al cornudo de mi marido”.

Triple M

Semana triple M en Párrafus Interruptus: Ganaron María, Mario y Marcelo.
Marcelo soy yo, Perenchio Coronel, y una vez más estoy a cargo de la crónica semanal acerca de las lecturas del programa, ya que nadie quiere tomar la posta; ni siquiera cada ganador, para glosar su victoria (excepto Quique de Trelew, a veces). Me disculpo con los que se sienten hartos de mí. Pero ya van a ver, cuando yo no esté...
Tuvimos lunes poético, que me regresa al recuerdo de El Jabalí, el programa de jazz y poesía que conducía Daniel Chiróm, los lunes a las 24.00, en Nacional, hace un par de años. Yo lo escuchaba en mi solitaria garita elevada, rodeado de penumbra y quietud, a los fondos de una planta automotriz donde por entonces estaba destinado (si se me permite la insidiosa jerga castrense). Este lunes, en Párrafus, Hugo leyó “Los espejos transparentes”, de Gabriel Celaya. Algo ya escribí al respecto en la mañana del martes, una más de mis efusiones narcisistas. Falta decir que la ganadora de la noche fue María Suárez, la Dama de Coghlan, que es, desde que se incorporó el género Poesía en el juego, la mayor ganadora, con 9 obras reconocidas. La sigue Roberto López Motta (a quien hace un rato escuché acompañando a Tom Lupo, que ahora está al mediodía en AM 1110), con 5 líricas victorias.
El martes, novela. De 1946, Las Ratas, de José Bianco. Ganó Mario Solaquián (mis disculpas si no escribo bien su apellido), el oyente del barrio de Palermo, ya reiterado ganador. Demostró Mario ser buen conocedor de la obra de Bianco, el perenne jefe de redacción de la revista Sur, la de Victoria Ocampo. Se mencionó en la charla con Hugo el cuento que se incluyo en la famosa “Antología de la Literatura Fantástica” de Borges, Bioy y Silvina: “Sombras suele vestir”. Mario recordó el primer libro de Bianco, “La pequeña Gyaros”, creo que de cuentos. También el último, “La pérdida del reino”, de 1972. Yo no sabía que el escritor vivió hasta 1986. Solamente leí de Bianco aquel cuento de la “Antología”; en algún momento tendré que leer sus novelas.
Hugo, después, contó una dilatada asociación que hizo a la hora de elegir la música que ilustraría la lectura de “Las Ratas”. No recuerdo muy bien, pero estuvo buena. Pensó en el tango “Cordón”, de Chico Novarro, porque un verso habla del “panteon de rata enamorada”. Mezcló esto con la pregunta para el concurso sucursal, que se refería a la película de los años sesenta que se basó en la novela de Bianco. Habló de un actor que aparece brevemente en la película (y en el cine argentino), que fue novio de la Adriana Baldessari, coordinadora del programa. A propósito: en mi boga radial, intermitente ahora por la cosa doméstica, pero fiel, encontré, durante el receso futbolero del mes de julio, un efímero programa de tangos en Nacional, los domingos a la tarde, que condujo, con un fino tono arrabalero, o tabacal, o simplemente lánguido, la mencionada señora Baldessari.
Y, hablando de recesos, después de uno “no muy largo”, dijo Hugo, el miércoles, en muy difícil circunstancia laboral, volví al triunfo. Nuevamente con poesía, como la última vez, a mediados de julio. Aquella vez, Pessoa. Hoy, Francois Villon. Dejo a los lectores con él, así descansan de mí –aunque, modestamente, Villon y yo...

“Ladrón, asesino a temprana edad, provocador, preso, desterrado, vagabundo, autor de poesías socarronas, Francois Villon (1431-1463) es el prototipo de lo que la literatura dio en llamar ‘Poeta maldito’: un hombre lanzado a caminar por la cornisa con el solo propósito de estropear el festín de los burgueses.
“Su gran mérito como poeta consiste en la subjetividad de su poesía. Villon expresaba sus sentimientos con ingenuidad, ya fueses buenos o malos. La franqueza arrebatadora con que hablaba de sí, lo llevó a hablar de otros con idéntica sinceridad. La diferencia era que no todos estaban tan dispuestos a la autocrítica como el poeta de los desarrapados.
“Entre sus principales escritos estan “El legado” (1456) y el “El testamento” (1461). Ambos libros responden a la estructura de la balada. Originalmente escrita para ser acompañada por música, la forma había aparecido por primera vez en el siglo XIV, pero alcanzaría su apogeo en la pluma de Carlos de Orleans y, sobre todo, en la de Francois Villon.”
Aurelio Herrera

Balada del buen consejo
(fragmento)

Hombres fracasados, carentes de razón,
desnaturalizados y fuera de conocimiento,
deprovistos de sentido común, colmados de desatinos,
locos abusados, sabihondos de ignorancia,
que proceden contra el propio origen
sometiendose a muerte destetable por cobardía,
¡ay!, ¿no los remuerde el horror que los lleva a la vergüenza?
Miren a los muchos jóvenes que han muerto
por ofender y tomar la riqueza de otro...

Termino con la recomendación de una curiosidad: Hay un cuento de Ursula K. Le Guin (la autora de célebres obras de ciencia-ficción, conocida también como poeta, amiga de nuestra Diana Bellesi), titulado “Abril en París”, donde aparece como personaje, aunque lateralmente, el poeta que Hugo eligió para cerrar la primera semana de setiembre.
En el cuento (que yo tengo en una antología del Centro Editor de América Latina, con estudio preliminar y traducción de Elvio Gandolfo), un profesor norteamericano becado en Paris, que estudia el misterio de la desaparición de Villón en el año 1463, viaja en el tiempo cuando es accidentalmente invocado por una especie de alquimista que habitó, cinco siglos atras, la misma bohardilla. Este protocientífico le cuenta que aquel bandolero, que escribía en francés y no en latín, fue ahorcado tiempo atrás. Después, ambos, mediante el mismo procedimiento mágico, llevan a esa época a una primitiva habitante de la antigua Lutecia, y luego a una arqueóloga del siglo XXV, que trabajaba en las ruinas de París. Y no cuento más.
Hasta la próxima.

martes, 4 de septiembre de 2007

Eco

¿Es muy pretencioso suponer que Hugo leyò ayer, lunes, mi ùltima entrada en este Blog?
No, no lo es. Si bien la publiquè ayer mismo, a primera hora, cuando salì del trabajo, y no el sàbado, como acostumbro, es posible que Hugo haya visitado el Blog recièn el lunes, y la haya leìdo.
¿Es, entonces, pretencioso suponer que, despuès de leer mi entrada ("Hugo y yo"), haya decidido cambiar la lectura que tenìa preparada para esa noche, atendiendo a la rememoraciòn que hago ahì de la vieja radio Belgrano y del mìtico programa de Dorio y Caparròs "Sueños de una noche de Belgrano"?
Hugo dijo, en màs de una ocasiòn, que prepara por anticipado las lecturas de todo el mes. En la Feria del Libro le preguntè si esa lista premeditada era de hierro. Dijo que no, que, a veces, alguna circunstancia fortuita lo lleva a cambiar la obra que tenìa dispuesta.
Asì, ¿es posible que haya introducido anoche a Gabriel Celaya, y despuès a Paco Ibañez cantando a este poeta, porque esa canciòn ("La poesìa es un arma cargada de futuro") estaba en la cortina de apertura de "Sueños de una noche de Belgrano"?
No, ya basta. Suponer esto es, sì, demasiado pretencioso. Es inaudito. Descabellado. No puede ser. Imposible. Listo. Quedemos en eso.
Entonces este eco fue magia.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Hugo (y yo)

Dicen que no hablo de Hugo.
Dicen que el programa es de Hugo.
Dicen que el Blog debería “dedicarse” a Hugo.
(Quieren decir, tal vez, que desean leer acá a Hugo.)
Pero, yo, ¿qué más puedo decir de Hugo?
Y que Hugo, y Hugo, y Hugo...
... Hugo... Hugo... Hugo...
... Ugo, Ugu, Uru...

Uruguay 1237.
1984.
Un lugar y una fecha.
Una dirección de la capital federal de la república Argentina. Un momento de resurgimiento político y cultural en la historia el país.
Un señorial palacete del barrio Norte es la sede de una de las pocas radios que continuó siendo administrada por el estado nacional –a diferencia de muchas otras, que el régimen cívico-militar en retirada dejó en manos amigas. Se trata de una de las emisoras señeras de la radiofonía argentina: radio Belgrano.
“Belgrado”, la llamaban los detractores del nuevo gobierno democrático, en alusión a la capital de la antigua Yugoslavia, entonces parte del este socialista de Europa. Al frente de la histórica radio de Jaime Yanquelevich, ahora, Daniel Divinski, que ya era el legendario editor de De la Flor. En la programación, espacios para hablar de libros, de música, de todas las artes; y de la Historia, y la Sociedad, y los Derechos Humanos; y también de los hechos de la coyuntura política y social de cada día.
A propósito de aquella radio Belgrano, muchas veces he contado, a lo largo de mi vida, que uno de los acontecimientos más trascendentales de mi adolescencia lo viví en la vereda de aquel palacete de Uruguay 1237, en el año 1984. Fue cuando me fue dado conocer personalmente y estrechar la mano a uno de los integrantes de aquella nueva programación tan libre –que no libertina- y enriquecedora.


Por la mañana, uno de estos espacios de información y debate reunía en la misma mesa, frente al micrófono, a Enrique Vázquez, Diego Bonadeo, Silvia Puente y... ¡Sí! Hugo Paredero. El programa se llamó “Nuevos Aires” e iba de nueve a once (¿o era hasta las doce?).
No era el programa ni la hora del día que me tenía como fiel oyente de Belgrano -prefería la trasnoche con Dorio y Caparrós, los sábados con “Café, bar, billares”, el programa de tangos de Horvath y Folino- pero los sintonizaba algunas veces. Me interesaban los comentarios sobre cine o teatro que hacía Paredero. También, las intervenciones del ya por entonces veterano de los medios Diego Bonadeo, que empezaba a diversificar su temática más allá de lo deportivo. Los análisis de Enrique Vázquez, a quien conocía, como a Hugo, de la revista Humor, traían también alguna variedad con respecto a otras voces más instituidas de los medios.
Aunque no lo escuchaba a menudo, creo que fue a través de “Nuevos Aires” que me enteré de un concurso que organizaba no sé cuál de las efímeras –a veces- revistas de entonces. Se me ocurre que fue ahí porque así se justifica mi idea de acudir a uno de los integrantes de aquella mesa matutina para asesorarme al respecto.
Se trataba de un concurso literario, por cierto, pero con una variante atípica: debían presentarse textos en forma de crítica cinematográfica. Es más: la crítica debía referirse a una película en particular, estrenada a mediados (o quizá fue a fines) del ’84: El Juguete Rabioso, basada en la novela de Roberto Arlt, debut como director cinematográfico de José María Paolantonio. A lo mejor, se me ocurre ahora, el concurso tenía alguna vinculación con la producción de la película. Nunca volví a saber de un certamen literario similar. Pero nunca estuve mucho en el tema, tampoco. Recuerdo que los trabajos debían presentarse en una oficina de un edificio de la calle Santiago del Estero, cerca de Congreso. Recuerdo un nombre: Luis Verdi, que tenía algo que ver con esto.
En Belgrano, los sábados, a las tres o cuatro de la tarde, había un programa que yo recuerdo como deportivo, o incluso puntualmente automovilístico, pero esta característica no me cierra con la presencia como invitado, una tarde, de Hugo Paredero. El programa lo hacía alguien de apellido Abadi; tal vez el nombre era Diego, no me acuerdo bien (después, que yo sepa, desapareció de los medios). El hecho es que, con el fin de hablar con Hugo acerca del concurso aquel, me llegué una tarde de sábado hasta la calle Uruguay.
Me dejaron pasar hasta el estudio (tal era la libertad en los medios públicos por entonces) y presencié el programa en vivo. “Tarde inolvidable hoy olvidada”, diría el otro; no recuerdo ni una palabra de lo que allí se trató (¿el deporte en el cine?, ¿un balance del primer año de la nueva Belgrano?), vagamente me parece entrever que alrededor de la mesa había otros invitados. Recuerdo que al final del programa me acerqué a Hugo, lo saludé y le dije qué era lo que me llevaba hasta él. Salimos juntos de la radio y, caminando por Uruguay, primero, y después por Marcelo T. de Alvear hasta la parada del 152, hablamos acerca del concurso. Quedamos en que el lunes, cuando terminara “Nuevos Aires”, nos encontraríamos en la puerta de la radio; Hugo me traería entonces las bases. Después, él tomo el colectivo rumbo a Palermo, y yo volví a casa, pensando cómo arreglaría con el trabajo para poder cumplir el compromiso. Pero el lunes al mediodía (¿o terminaban a las once?) estaba en la entrada de Uruguay 1237, esperando su salida.
Me acuerdo ahora (porque los sábados no trabajaba) del muchacho que estaba en la recepción. No recuerdo el nombre, Julio, Darío, Diego. Era una especie de portero, tal vez también ordenanza; eran tiempos en que no se veía seguridad privada, uniformados y extraños, en lugares como ese. Era un hombre joven, morocho, sonriente. Más adelante, ese mismo año, cuando en torno del programa de Dorio y Caparrós (“Sueños de una noche de Belgrano”) se nucleó un grupo de oyentes que quiso ayudar a sostenerlo en el aire, empecé a ir con frecuencia a la radio, a la noche, y conversábamos. Más adelante, en el verano del año siguiente, ese muchacho se ahogó mientras pasaba unos días de vacaciones en la costa. Tal vez Hugo se acuerde de él, o de ese episodio de duelo en la radio. En ese año siguiente, además, el espacio de Dorio y Caparrós no continuó; todo el esfuerzo, o, más bien, todo el entusiasmo de los oyentes resultó infructuoso.

Me desanimó un poco, ahora, en esta tarde de sàbado, toda esta rememoración. No encuentro la manera de rematar el chiste en que todo este texto debía consistir. La idea era dar a entender que el acontecimiento que marcó mi adolescencia fue el apretón de manos de alguien a quien yo conocía y admiraba desde mucho antes a través de su labor en los medios. Quería que el lector supusiera en todo momento que ese personaje era Paredero. Al final, yo revelaría que lo verdaderamente central de todo este episodio fue el saludo de Diego Bonadeo, cuando la mañana aquella salió de la radio en compañía de Hugo y me fue presentado por este.
Pero, además de un chiste, esto sería falso. Bonadeo, a mí, por entonces -y después- ni fu ni fa. En cambio Hugo, si bien no era mi preferido entre los redactores de Humor (estando allí Dolina), me sorprendió agradablemente cuando apareció en la radio... con el querible decir, la juguetona entonación, la también varonil voz... que ya recordé en otra entrada de este Blog.
Tampoco es real que aquellas primeras visitas a la radio fueran tan trascendentales. Tal vez sí lo fueron como preparativo, como antecedente de aquella otra llegada a Belgrano, semanas màs tarde, integrando aquel grupo que, a través de una cooperativa de oyentes, quiso salvar “Sueños de una noche de Belgrano”.
Y, sin duda, aquel fugaz contacto con Hugo, en la primavera democrática de 1984, demostró su trascendencia cuando me sirvió para animarme a llamar a Párrafus la primera vez, el año pasado, ya que, a pesar de aquellos antecedentes como activo oyente de radio (o, precisamente, por esos mismos antecedentes), no soy, hoy, cuando la radio se nutre tanto de nosotros, el típico conversador con contestadores telefónicos o el compulsivo participante en cualquier clase de juego radial.
Y, por cierto, tampoco fue trascendental mi participación en aquel concurso de crítica cinematográfica, cuyo premio se declaró desierto.
-Lamentable, Perenchio...

sábado, 1 de septiembre de 2007

Placa Roja

LOPEZ MOTTA: “SOY ENEMIGO DEL MATRIMONIO”

Personalmente, declaro sin ambagues que el matrimonio es una institución que no comprendí nunca –iniciando con el de mis padres, indocumentado pero duradero. No me explico tampoco cómo es que esa práctica se perpetúa a través de las generaciones. Y, como dice Borges en su texto sobre Evaristo Carriego: “Todo objeto cuyo fin ignoramos es provisoriamente monstruoso”.
Lo que me parece notar, en los últimos decenios, es una saludable proliferación de las separaciones, ya sea mediante el leguleyo divorcio o de facto. Es decir, parece que las gentes, al menos, ya no consideran perpetuas a estas convencionales uniones. Y este cambio paulatino del paradigma, a mí me gusta.
De modo que anoche, cuando escuché las declaraciones de don Roberto López Motta después de su segunda victoria consecutiva de la semana, me dije: “¡Por fin, uno de los míos!”
La cosa fue así: resulta que la encarnación del locutor-poeta de la canción de Alejandro del Prado (Los Locos de Buenos Aires, ¿o era poeta-periodista?) se lanza a festejar su logro halagando con entera determinación y su entonación más tanguera a la compañera oyente Verónica Cornejo, la damita de Lugano.
Que tiene muy bonita voz, dijo Roberto. Que se muestra también muy intuitiva en ocasión de sus triunfos –a mí me dicen “lancero”. Que su risa es generosa y contagia (esto lo dijo Hugo, pero el otro asintió batiendo palmas). Que se realiza en ella su deseo de una más frecuente participación femenina en el programa... Pero cuando Hugo, al indagarlo acerca de sus intenciones para con la joven Verónica, arriesga la hipótesis del matrimonio, don López Motta se retrae como una cobra a la que se le calla el flautista, y declara sin tapujos su idiosincrasia del solo.
“Soy enemigo del matrimonio”, lanza el tipo, crudamente. Sin contemplaciones, como para una placa roja de Crónica TV. Con laconismo, como quien está cansado de repetirlo. Así, en una frase, este individuo resume su credo contracultural. No me quedó más remedio que aplaudir.
Además, a mí se me ocurre, no sé por qué, que Roberto lo debe decir con mayor conocimiento de causa; que él, al contrario de mí, debe haber hecho cabalmente la experiencia del matrimonio, disfrutó y se empalagó con “las dulzuras del hogar” -diría Flannery O’ Connor-, y después cortó relaciones –se enemistó, digo, con este sacramento. Pero lo deja ahí. Y Hugo también. Precavidamente, se cambia de tema. Se sigue glosando la lectura de la noche, que Virgilio, que Troya, que Eneas, que la mar en coche.
Quedan por indagar las razones de esa fijación de don Paredero con el casamiento de sus oyentes: tengo presente que esbozó la misma posibilidad cuando, hace un tiempo, María Suarez me envió un saludo durante una de sus victoriosas intervenciones.

Volviendo al programa, concluyo con una suscinta crónica de la semana –y aledaños.
El lunes, una nueva audacia de nuestro conductor: repitió inmediatamente, en el siguiente programa, al autor que no supimos reconocer el miércoles de la semana pasada. Ese Párrafus 207 había resultado ser “La liebre”, de Cesar Aira. Y este lunes, el 208 fue “Yo era una chica moderna”, del mismo prolífico autor nacido en Coronel Pringles. Quique Figueroa, el virtual doble ganador, ya narró en este Blog las peripecias de su demorado acierto.
El martes, la reaparición de Lopez Motta, que había ganado el primer juego del mes con “La ciudad sin Laura”. Esta vez ganó con un cuento: “El collar”, de Guy de Maupassant. Y el miércoles, lo dicho: la “Eneida”, del finado Virgilio, historia en verso de la fundación de Roma –y otras cuantas cosas más.

Me despido con algo que encontré hojeando un viejo suplemento cultural de Clarín. El número se refiere a la Feria del Libro, creo que a la del 2002. En medio de una larga lista con buenas opciones de lectura, resumidas en un par de líneas, me encuentro con esto:

“Creí que mi padre era Dios”, de Paul Auster. Historias que los
oyentes de un programa radial le enviaron al autor de
Leviatan a lo largo de un año (Anagrama)

Si alguien sabe algo más sobre este libro del protagonista del Párrafus N° 81, le agradecería que lo comente en nuestro Blog.
Gracias.
Hasta pronto.