viernes, 28 de septiembre de 2007

Adiós al Tobar (I, II y final)

I

Vi una vez... Me acuerdo de una película francesa que vi una vez, creo que un sábado a la tarde, en canal 13. Una película de Louis Malle, de los años ’80; una tardía pero muy particular evocación del gran director galo acerca de la ocupación nazi de Francia y la persecución a los judios. (Miren de qué tiempos les hablo, cine francés de calidad en canal 13...) La película se llamaba “Adiós a los niños”. Creo que ahora la dan cada tanto en cable, pero nunca la volví a ver.
No importa. Aunque no me acuerdo de los detalles de la trama (solo retengo una sensación de tristeza final), hoy me encontré pensando que vivo, en estos días, algo parecido a lo que alude aquel título.
Advierto a los lectores del Blog que voy a contar algo más sobre mi actividad laboral. A los que esta melancólica temática les aburra, invito que cambien ahora mismo de página web. Pero quédense, por favor quédense, si quieren acompañarme en el relato de la honda emoción que hoy me socava.
Algunos lectores del Blog, algunos oyentes de Párrafus, saben que trabajo en seguridad privada. Hugo, incluso, suele destacar que, en el juego que nos propone con su programa, el mayor ganador no es un profesor de letras, ni un estudiante, ni un profesional de cualquier rubro, ni un intelectual, ni un artista, sino un simple empleado de seguridad, al que desde chico le gusta leer.
Mencioné algunas veces, acá o en el programa, que desde hace casi un año estoy destinado por la empresa que me emplea en un hospital. Nunca dije cuál. La anteúltima vez que gané, en medio de un apagón, Hugo volvió a preguntarme cuál era, ofreciéndome la radio para que Edesur se enterara del desperfecto eléctrico. Le agradecí, pero seguía pensando que podía perjudicarme laboralmente si nombraba el “objetivo” (como decimos en la jerga), así que una vez más lo callé.
Ahora, porque la empresa me trasladó de ahí, puedo decirlo.
El proceso va a llevar unos días de papeleos y capacitación, no es seguro todavía cuál será mi próximo destino, pero es un hecho que ya no vuelvo al hospital. A no ser que me anime, que me atreva al riesgo de estragarme el alma si vuelvo por allá, hoy o mañana, a despedirme de los pibes internados en el hospital de Constitución.
Esto, el barrio, lo mencioné varias veces. Una vez pensé en decir también (o escribir) que se trataba de un hospital de niños; podría ser uno de los tres que hay en la capital; no era decir (o escribir) mucho. Pero los hospitales para niños de capital, como los tres mosqueteros, no son tres (Elizalde, Gutierrez, Garraham), sino cuatro: mi hospital fue el Tobar García, el neuropsiquiátrico infanto-juvenil.
De las connotaciones que este hospital y los otros dos psiquiátricos vecinos tienen para mí, no digo nada. Digo que, cuando en octubre del año pasado me mandaron ahí, y el compañero que me recibió me llevó al quinto piso y me dejó en el area de internación, pensé: “Esto no es para mí, yo no puedo trabajar acá”.
En esos días, a raiz de un principio de incendio provocado por las chicas del cuarto piso, las autoridades del hospital habían solicitado que un vigilador estuviera permanentemente en el piso de varones, el quinto, en prevención de que los chicos, por imitación, intentaran lo mismo.
En definitiva, eso nunca sucedió. No fue tan dramática la historia. Pero me acuerdo que, después de unos días, me dije que una cosa es ver “Atrapado sin salida”, que muestra el infierno de un manicomio de adultos (y norteamericano), o ver “Crónica de un niño solo”, el drama de un orfanato, o ver en la calle (o por la tele) chicos inhalando pegamento..., pero ver cara a cara pibes locos, convivir con ellos, interactuar con ellos y con los enfermeros, cuidarlos, cuidarse, hablar con sus familiares..., y todo en un pasillo de treinta metros de largo al que se abren las nueve habitaciones sin puertas y el comedor de quince metros cuadrados, que es todo el area de internación del Tobar García ..., eso... me gustó.
Yo debo estar un poco loco también –como Hugo me dijo, inadvertidamente, un par de veces.
La cosa es que después de unas semanas (al principio iba domingos, lunes y martes), me adapté a esa dinámica, ese ambiente, esas carencias, esos pibes locos, y me quedé. También debo decir que hasta ese momento, desde el mes de marzo, casi en coincidencia con el comienzo de Párrafus Interruptus, trabajaba por la tarde, solamente ocho horas, pero en un hospital muy alejado, y con un solo franco por semana, los viernes. Lo bueno de ese régimen era que, saliendo del hospital a las 22.00, llegaba a cualquiera de mis dos domicilios -la perenne casa materna, en Laferrere, o el acogedor departamento de Cristina, en Remedios de Escalada- con tiempo suficiente para ducharme, cenar y concentrarme para el programa. Pero el nuevo diagrama, de doce horas, por la noche, me permitía comprimir la semana laboral en cuatro días, y después tener tres días libres. Por eso también acepté. Pero, sobre todo, porque me hice amigo de esos pibes.
La población de pacientes va cambiando. No son muchos, el hospital es chico. Las camas de la internación son 27 (tres por habitación), pero a veces se agregan otras. Entran unos, salen otros. Algunos permanecen meses y meses. Actualmente hay uno que estaba cuando yo entre, pero tuvo una externación en el medio; volvió hace un par de meses. Eso también suele darse, chicos que van y vuelven. Un cincuenta por ciento llegan a la internación por asuntos de drogas. El consumo desde muy corta edad les quemó la cabeza a los 15 o 16 años, y entonces los padres, que recién reaccionan, los llevan al hospital.
Pero estoy simplificando irrespetuosamente. Cada caso, cada sujeto es único, irrepetible, y tiene particularidades que yo, desde mi simple puesto de observador, no puedo discernir. El tema de la droga, empezando por lo que las sustancias le hacen al cerebro, terminando en la conducta o actitud de los padres del pibe que consume, es un misterio del que a veces, en la televisión o en las revistas, se habla muy a la ligera. No quisiera caer en lo mismo.
Otros pibes están por auténtica enfermedad mental... Pero vean qué difícil es escribir sobre esto, cómo cuesta encontrar las palabras: “auténtica” enfermedad mental; qué diría el finado Foucault si leyera esto... Bueno, diría que escribe alguien que, al menos, porque no domina el tema, se cuestiona y trata de hacerlo responsablemente.
Con la mayoría de los pibes -adictos, retrasados, psicóticos- se puede hablar. Que algunos no puedan seguir mucho tiempo el hilo de una conversación, o del propio discurso, a veces es una alegría (por los hallazgos que depara) frente a tanta cháchara bien estructurada que emitimos los normales. Y también, sobre todo, con los chicos se puede jugar.
Desde fin del año pasado, por la remodelación del hospital, se cerró el gimnasio de que disponían, así que no se juega más a la pelota; el mínimo patio que quedó (también a consecuencia de las obras) no sirve para eso. Entonces, en el piso, jugábamos al metegol, a las cartas, al tutti fruti; algunos sabían jugar al ajedrez; yo siempre les ganaba; uno solo, una vez, me hizo tablas.
Esto tal vez resume mi actitud en esa convivencia con los pibes locos del Tobar. Nunca me dejé ganar al ajedrez. Les jugaba de igual a igual, a cara de perro. Con mucha paciencia para los que apenas sabían mover las piezas; corrigiendo movidas incorrectas; permitiendo, a veces, una nueva movida cuando perdían tontamente la dama; incitando a continuar a los que muy pronto querían rendirse; recalcando una y otra vez que estaban aprendiendo, que el juego se mejora sobre todo con la práctica (a uno también le regalé un libro sobre ajedrez), les jugaba para ganar, seriamente, con rigor, respetando, creo, su integridad.
Lo mismo en el metegol, pero ahí jugábamos en pareja, y a veces, con mis eventuales compañeros, perdíamos (ahí intervenían también algunos padres, hermanos y otros acompañantes); igual, muchos querían jugar siempre conmigo.
Y estaba el fanático del tutti fruti. Me gustaría nombrarlo (sería una forma de recuperar lo perdido), pero eso tal vez no estaría bien. Además, no estoy seguro de su apellido. (Yo llamaba a los chicos por el nombre, a diferencia de los enfermeros, que utilizan el apellido.) Este chico, de 14 años, cada tarde, cuando yo ingresaba al piso, si estaba circulando por el pasillo y me veía, o después, cuando yo iba al comedor y a las habitaciones a saludar a los pibes, venía corriendo a mi encuentro, me abrazaba, pedía un beso, y enseguida proponía jugar al tutti fruti. Había venido con ese berretín de las casa. Creo que me dijo que lo jugaba de más chico con una hermana. En el hospital, a los otros pibes les parecía cosa de mariquitas, y nadie quería jugarle. Al principio, entonces, jugábamos los dos solos; era un poco aburrido (también ganaba siempre yo, por el doble de puntos, o más); íbamos rotando el item de cada columna: Nombres, Paises, Colores, Frutas y Verduras, Clubes de Futbol, Jugadores, Ciudades, Meses... El no quería que faltese “Meses”; era inútil explicarle que se trataba de la categoría más pobre, que eran solo doce y algunos tenían la misma letra inicial, que casi siempre los dos pondríamos el mismo. El quería que estuviera “Meses”. Así, rotando las categorías (excepto Meses), y por la incorporación paulatina de otros participantes, que revieron su prejuicio al verme jugar a mí, las mesas de tutti fruti se hicieron más divertidas.
A eso de las ocho de la noche bajábamos al comedor del subsuelo, para la cena; algunos, por mala conducta durante el día o por permanente riesgo de fuga, no tenían permiso para bajar y comían en el piso. A estos les subían la comida un rato antes; yo trataba de acompañar tanto a un grupo como al otro (aunque cenaba una sola vez); abajo, me sentaba con los pibes solos; en otra mesa cenaban los que estaban con acompañantes; en otra, los enfermeros. Después de comer volvíamos al piso, jugábamos un rato más, mirábamos tele, charlábamos. Al rato, poco a poco, se iban a la cama: la medicación que se administra alrededor de las siete de la tarde, hace su efecto. A las diez se apaga la tele y los enfermeros conducen hacia sus habitaciones a los rezagados. Después se apagan las luces, excepto en el pasillo, en el baño y en el oficce de enfermería. Entonces yo bajaba a buscar mi morral, charlaba dos o tres boludeces con mi compañero de la entrada, a veces me asomaba un rato a la vereda. De nuevo arriba, me llevaba dos sillas del comedor hacia el extremo del pasillo donde está el metegol, ahora vacío. Sobre el metegol colocaba el equipo de mate, la radio, lo que me hubiera llevado para leer. En una silla me sentaba, en la otra apoyaba los piés. A veces, de alguna de las habitaciones cercanas se escabullía un chico y me pedía una silla; se sentaba conmigo y conversábamos..., hasta que desde enfermería se escuchaba su voz y uno de los enfermeros venía a devolverlo a su cama. Entonces sí, yo me decía: “Comienza la noche”, y abría el libro, o prendía la radio (con auriculares), o miraba por el ventanal de acrílicos que da oblicuamente a la calle Carrillo.
A las doce de la noche se relevan los enfermeros. A esa hora entra Pablo, ya mencionado en este Blog, único amigo que hice en el hospital –sacando a los chicos-, de quien volveré a escribir en algún momento. A las doce y veinte, y veinticinco, le avisaba a él, o a alguno de sus compañeros, que bajaba por un rato. Abajo, le avisaba a mi compañero que salía al patio a escuchar la radio; le explicaba que arriba, o ahí en el hall, no podía sintonizar un programa que no quería perderme. Le avisaba por si venía el supervisor y no me encontraba en el quinto piso, para que no inventara ninguna mentira extraña. Lo que nunca conté, ni a él ni a los enfermeros (excepto a Pablo, más adelante), fue mi participación en Párrafus Interruptus. Acerca de la cual (ahora me acuerdo), una vez, en un mail, no recuerdo si a Hugo o a María Suarez, dije que su carácter obsesivo tal vez tuviera que ver con el lugar donde trabajaba.
En abril de este año trasladaron al compañero que tenía su puesto en la entrada. Entonces me bajaron a mí y vino otro vigilador para el quinto piso. Pero yo propuse que nos rotáramos de a ratos, y él aceptó; este compañero ya había estado tiempo atrás en el hospital y conocía el trabajo de la entrada. Y a mí me gustaba estar con los pibes. Después, por reducción del servicio, se eliminó el puesto del quinto piso durante la noche. Ahora yo quedaba solo, abajo, a partir de las 22.00. Pero siempre algún policía servicial me relevaba un rato a las 00.30, para que yo pudiera bajar al patio, o al comedor si hacía frío, a escuchar el programa.
Ahora me trasladan a mí. Es algo muy habitual en esta posmoderna actividad que me ocupa. Algo que no siempre, casi nunca, se escoge voluntariamente o se da a favor, mas bien al contrario. Cualquiera puede observar, en un banco, en un supermercado, en cualquier edificio publico, cómo, periódicamente, cambian las caras del personal de vigilancia, junto con el entero individuo que las porta. Es que son normales la rotación y el traslado de un objetivo a otro. Algunas veces, esto responde a políticas de la empresa; otras, a solicitud de los clientes; las menos, a necesidades del vigilador. No se trata, entonces, en este caso, de ningún tipo de sanción. Al contrario: podría, para algunos, ser una mejora laboral. Pero yo todavía no sé bien hacia dónde es el traslado (ni qué tipo de lugar, ni en que zona), ni cuál turno me tocará, así que quizá para mí sea un perjuicio. Digo, si es que no pudiera seguir escuchando obsesivamente (o con el fanatismo de aquel chico por el tutti fruti) nuestro Párrafus Interruptus.

Denominé Primera Parte (I) a esta Entrada porque siento, desde antes de empezar, que queda mucho por contar. (En alguna parte, de alguna forma, deberé decir que yo no tengo hijos, que nunca quise tenerlos, y que siempre expresé esto muy brutalmente, diciendo que no me gustan los chicos...) Pero tampoco sé cuándo podré hacerlo.

II

Mi nuevo destino es un banco en el microcentro. El diagrama, el peor: sábados y domingos, de día, de 07.00 a 19.00; lunes y martes, de 19.00 a 07.00, toda la noche y algo más.
Laboralmente, es un diagrama envidiable: me evita todo el trajín de la actividad bancaria. El trajín de los demás, de los empleados y el público, porque nuestro trabajo consiste en observar y poco más que eso. Pero el stress, aunque ajeno, igualmente se absorbe, creo, y el cansancio de las piernas, por estar cinco o seis horas parados, se siente. Durante el fin de semana, y por la noche, la cosa es más aliviada.
En cuanto a la ubicación del objetivo, era bastante previsible. La mayor parte de los clientes de la empresa están en capital. Así que, desde mi domicilio eventual en lo de Cristina, sigo llegando a Constitución en el tren. Y desde el tren, poco antes de llegar a esa cabecera del sur, justo antes de pasar bajo el puente de hierro, por detrás de la sonriente planta cerealera, durante un breve tramo se alcanzan a ver los últimos pisos del edificio del Tobar.
Cada tarde, cuando me dirigía hacia allá, al pasar con el tren miraba las ventanas del quinto piso. Por detrás de la malla de alambre que recubre los acrílicos, entre las toallas y otras prendas de los pibes puestas a airearse, alguna cabecita alcanzaba a entrever. A veces, cuando llegaba y subía al piso, iba hacia esa habitación y encontraba al chico todavía en la ventana, mirando la calle, las vías, los trenes que pasan.
Los que persisten en esa conducta, siempre a la misma hora (la hora de las visitas, de 17.00 a 19.00), son unos pocos, pero desde el tren, tan a lo lejos, nunca podía reconocer a ninguno. Mejor así. Asì, ahora, cuando estoy llegando a Constitución y miro hacia allá, puedo atribuirle a esas cabecitas la identidad de cualquiera de ellos, incluso la de quienes no tienen esa manía, y puedo saludarlos...
...Hola, Javier... Hola, Diego... Cómo va, Mario... ¿Un tutti fruti, Lionel? Hola, Lucas, Què hacès, Elías, hola, Martín...
Chau. Chau, chicos, hasta mañana... Chau, chau...
Hasta pronto.

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