“Rodeado de ojos claros...”
Es la primera frase que escribí para la crónica sobre el Párrafus de la feria, que no prosperó.
Demasiado personal, pensé; pusilánime, quizá. Aunque no estaría mal que el enfoque fuera ese, estrictamente personal, ya que esta crónica, en principio, estaba destinada al compañero oyente Quique, de Trelew, que me la solicitó, y eventualmente la pondría en el Blog, que no tiene muchos más visitantes que él mismo...
Me refería, en fin, a los ojos grises de Laura, de Palermo, los celestes de Fernando, de Chacarita, y a la claridad indeterminada de los del mismo Paredero. Pero abandoné el intento por unos días.
Rodeado de ojos claros en el miniestudio montado por radio Nacional en una calle interna del predio de Palermo, protagonizé el 30 de abril pasado el momento culminante de mi vida, la cumbre, el ápice, el verdadero ápice... Bueno, digamos mejor: de mi vida intelectual.
No debe ser habitual para los oyentes escuchar el programa al aire libre. Yo lo hago así desde el mes de octubre, desde que la empresa me trasladó al turno noche de un hospital poco conocido de la zona de Constitución, donde cumplo la módica función de guardia de seguridad. Claro que lo escucho rodeado de oscuridad y silencio, solitario en el patio adonde debo salir para sintonizar bien la radio y tener señal para el celular; algo muy distinto de lo que nos deparó la reunión de la feria.
Era una hermosa tarde de sol. Casi al aire libre, porque el estudio, ubicado entre dos pabellones, era de traslúcido blindex, se realizaba el Párrafus en vivo de la feria del libro. Alrededor del segmentado cubículo (en el segmento más chico, la consola de sonido y el operador, en el otro Paredero frente al micrófono), se reunían poco a poco los oyentes. Poco a poco pero pronto, porque fuimos pocos.
A las tres en punto de la tarde me acerqué con Cristina, después de haber pasado por el lugar un rato antes en un breve raid exploratorio. Entonces, me había desanimado un poco la escasa concurrencia. Fue lo primero que le dije a Hugo cuando Lucas me invitó a pasar al estudio tras mi victoria inicial: que me parecía poco público, que había esperado ver más, pero me consolaba pensando que tal vez muchos otros oyentes (las muchedumbres solitarias, como nos llamó Quique de Trelew) circulaban por ahí sin atreverse a llegar al encuentro, cohibidos por la proximidad del milagroso fenómeno radial que protagonizan desde sus casas cada noche de programa. Hugo dijo que él esperaba menos.
La primera lectura fue Las Armas Secretas, y primero reconocí al autor. Esa sofisticada tersura de sus primeros libros de cuentos. “Cortazar”, le dije a Cristina en voz baja. Me tomé mi tiempo para determinar de qué relato se trataba; había, esa tarde, menos competencia que por las noches.
Dudé entre dos títulos, hasta que en la lectura se mencionó a “las obras completas de Stendhal”. No es que por eso lo reconociera, sino que lo tomé, adscribiendo, sin hesitar, caprichosamente, al pensamiento mágico, como un mensaje del universo que me decidió a arriesgar. Precisamente con La Cartuja de Parma, de Stendhal, había ganado en el último programa de la semana anterior. Pero el título solo se lo dije a Cristina. No me animé a acercarme al jovenzuelo delicadamente barbado que Hugo había presentado como Lucas Gatti y esperaba la respuesta a las puertas del estudio. Fue Cristina quien se acercó y se lo dijo, para luego señalarme entre la modesta multitud. No me quedó más remedio que admitirlo: “Hola, soy Marcelo Perenchio”, y Lucas me hizo pasar.
Me ubicó al lado de Paredero, que seguía leyendo, y me susurró al oído que lo interrumpiera. Dije: “Bingo”, en dirección al micrófono, y Hugo se interrumpió.
Es la primera frase que escribí para la crónica sobre el Párrafus de la feria, que no prosperó.
Demasiado personal, pensé; pusilánime, quizá. Aunque no estaría mal que el enfoque fuera ese, estrictamente personal, ya que esta crónica, en principio, estaba destinada al compañero oyente Quique, de Trelew, que me la solicitó, y eventualmente la pondría en el Blog, que no tiene muchos más visitantes que él mismo...
Me refería, en fin, a los ojos grises de Laura, de Palermo, los celestes de Fernando, de Chacarita, y a la claridad indeterminada de los del mismo Paredero. Pero abandoné el intento por unos días.
Rodeado de ojos claros en el miniestudio montado por radio Nacional en una calle interna del predio de Palermo, protagonizé el 30 de abril pasado el momento culminante de mi vida, la cumbre, el ápice, el verdadero ápice... Bueno, digamos mejor: de mi vida intelectual.
No debe ser habitual para los oyentes escuchar el programa al aire libre. Yo lo hago así desde el mes de octubre, desde que la empresa me trasladó al turno noche de un hospital poco conocido de la zona de Constitución, donde cumplo la módica función de guardia de seguridad. Claro que lo escucho rodeado de oscuridad y silencio, solitario en el patio adonde debo salir para sintonizar bien la radio y tener señal para el celular; algo muy distinto de lo que nos deparó la reunión de la feria.
Era una hermosa tarde de sol. Casi al aire libre, porque el estudio, ubicado entre dos pabellones, era de traslúcido blindex, se realizaba el Párrafus en vivo de la feria del libro. Alrededor del segmentado cubículo (en el segmento más chico, la consola de sonido y el operador, en el otro Paredero frente al micrófono), se reunían poco a poco los oyentes. Poco a poco pero pronto, porque fuimos pocos.
A las tres en punto de la tarde me acerqué con Cristina, después de haber pasado por el lugar un rato antes en un breve raid exploratorio. Entonces, me había desanimado un poco la escasa concurrencia. Fue lo primero que le dije a Hugo cuando Lucas me invitó a pasar al estudio tras mi victoria inicial: que me parecía poco público, que había esperado ver más, pero me consolaba pensando que tal vez muchos otros oyentes (las muchedumbres solitarias, como nos llamó Quique de Trelew) circulaban por ahí sin atreverse a llegar al encuentro, cohibidos por la proximidad del milagroso fenómeno radial que protagonizan desde sus casas cada noche de programa. Hugo dijo que él esperaba menos.
La primera lectura fue Las Armas Secretas, y primero reconocí al autor. Esa sofisticada tersura de sus primeros libros de cuentos. “Cortazar”, le dije a Cristina en voz baja. Me tomé mi tiempo para determinar de qué relato se trataba; había, esa tarde, menos competencia que por las noches.
Dudé entre dos títulos, hasta que en la lectura se mencionó a “las obras completas de Stendhal”. No es que por eso lo reconociera, sino que lo tomé, adscribiendo, sin hesitar, caprichosamente, al pensamiento mágico, como un mensaje del universo que me decidió a arriesgar. Precisamente con La Cartuja de Parma, de Stendhal, había ganado en el último programa de la semana anterior. Pero el título solo se lo dije a Cristina. No me animé a acercarme al jovenzuelo delicadamente barbado que Hugo había presentado como Lucas Gatti y esperaba la respuesta a las puertas del estudio. Fue Cristina quien se acercó y se lo dijo, para luego señalarme entre la modesta multitud. No me quedó más remedio que admitirlo: “Hola, soy Marcelo Perenchio”, y Lucas me hizo pasar.
Me ubicó al lado de Paredero, que seguía leyendo, y me susurró al oído que lo interrumpiera. Dije: “Bingo”, en dirección al micrófono, y Hugo se interrumpió.
continuarà
No hay comentarios:
Publicar un comentario