domingo, 20 de mayo de 2007

Pàrrafus en la Feria (II)

En el mes de diciembre, Hugo dijo que estaba pensando en hacer una convocatoria para que los oyentes nos reuniéramos. Lo comentó en una charla conmigo, creo que la noche que gané con el cuento de Truman Capote, y tal vez yo mismo boicoteé esa reunión al declarar que ni loco iría. El hecho es que nunca se concretó.
Más adelante, recientemente, planteé la idea de este Blog, pensado como un sitio de encuentro virtual. El fracaso, a juzgar por la escasez de colaboraciones o comentarios, es, si no perfecto, casi impecable.
Por fin, ahora, el marco ideal de la Feria del Libro, con su perenne filosofía: del autor al lector, dejaba picando la idea de una reunión, ya no de oyentes de radio, sino de lectores manifiestos, probados y aprobados a lo largo de un año de programa “ad hoc”... o “párrafus interruptus”, valga la confusión de locuciones latinas.
Allí estábamos, entonces. Y, con todas las salvedades que se quiera: que era un día hábil a las tres de la tarde, que era fin de mes, que la reunión competía con otras actividades de la misma feria o con su mera oferta inagotable de lecturas posibles, de todos modos, éramos pocos.
Pero, de todos modos, después de charlar con Paredero tras mi primera victoria, siguieron las satisfacciones. Al salir del estudio, Cristina vino a mi encuentro y me dijo que alguien quería saludarme. Era la compañera oyente Laura Falcoff, también colega de Hugo, cronista de la sección de espectáculos del gran diario argentino; una juvenil mujer madura muy elegante, muy amable, que quería conocerme y felicitarme. Ella, a su vez, me presentó a un hombre alto, canoso, de ojos claros, con quien había entablado conversación y resultó ser Fernando, de Chacarita. El me saludó alborozado, muy sonriente, exuberante, y sinceramente admirado de mi memoria libresca. También yo los felicité, recordando algunos de sus triunfos; entre paréntesis, todavía no me explico cómo alguien, a la sazón Fernando, pudo marcar más rápido que yo en cuanto Paredero leyó: “Las cuatro faldas”, tres primeras palabras de El Tambor de Hojalata, y me arrebató aquella victoria.
Departimos amistosamente un rato más, yo con la novísima sensación de ser el centro de atención, y nada menos que por algo que nunca me sirvió de nada, hasta que por los altavoces ubicados en el techo del estudio la voz de Hugo inició el preámbulo de la segunda lectura.
Con las primeras líneas pensé en Lovecraft, el (quizá) sobrevalorado autor de cuentos de horror sobrenatural. Arriesgué su nombre y Lucas, creo que con algún regocijo, dijo que no. Enseguida, inopinadamente, esbozó una ayuda. Dijo que el apellido del autor era “cortito”. Miré a Laura y a Fernando, que me miraron. Giré la mirada entre los otros rostros (pocos) que escuchaban. Miré a Lucas, al fin, y dije con seguridad: “Poe”. “Sí”, admitió él, con un suspiro. “¿Y el título?”, preguntaron a mi alrededor. Yo ya lo sabía; es un cuento modélico para tantos relatos de Lovecraft, de ahí la confusión: narración en primera persona, un personaje con hondura metafísica, una navegación hacia sitios inexplorados... Pero incliné la cabeza y dije que no, no lo voy a decir, que esta vez gane otro. Miré a Laura y a Fernando y repetí: “No, otra vez yo no, fíjense ustedes, escuchen...” Pero ellos rechazaron mi falsa modestia y me alentaron a contestar. Entonces fingí una duda: “¿El título empieza con “manuscrito?”, le pregunté a Lucas. “Sí”, dijo él, y empezó a abrir la puerta del estudio.
Entonces, otra vez felicitado, palmeado, sonreído, me abrí pasó y me encaminé a la consagración.
Lo demás (el ápice) ... se escuchó por la radio.

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