lunes, 11 de octubre de 2010

Tercer Parrafus en vivo (2)



El paulatino desmejoramiento del clima, con chaparrón incluido al final de la tarde, esta vez no fue obstáculo para la afluencia de público. A pesar de lo gris, de lo húmedo, el miércoles era primavera. Además, el homenaje previsto a don Agustín Allezo pudo haber estimulado la convocatoria.
Como sea, y como dijo Hugo en el comienzo, Parrafistas y admiradores del maestro fuimos indiscriminadamente esa tarde de la Triple A: Alianza Aleziana Argentina.

Después, tras el emotivo encuentro, me pregunté una cosa.
Ahora, al escribir, me pregunto otra: ¿haré nombres? Medito apenas y me respondo que no. Los nombres ya están hechos.
Pero me pregunté esto: dentro de 30 o 40 años, ¿habrá un homenaje como el del miércoles pasado a, digamos, José María Muscari?
Podría nombrar a otros, pero lo nombro a este, tan prolífico y celebrado autor y director. Por si hiciera falta, aclaro que no vi jamás nada suyo (como tampoco –nulo espectador teatral- vi nada de Alezzo), así que no tengo opinión fundada. Es un nombre de hoy, nada más, que utilizo para aventurar lo siguiente.
¿Habrá dentro de tres o cuatro décadas un homenaje a Muscari?
Tal vez sí. Tal vez su talento, su obra, su continuidad lo merezcan. Pero, ¿convocará ese homenaje del 2030 la amistad y la emoción, el respeto y la admiración que vivimos la otra noche en el de Alezzo?
Creo que no. Creo que ya hoy, cuando este muchacho Muscari crea sus grupos y hace sus puestas, aquella amistad y emoción, aquel respeto y admiración son extraños, ajenos, por lo menos infrecuentes en nuestra desalmada época.
A Muscari ni falta que le hará, claro. El triunfa hoy. Hoy recauda, hoy lo festejan en los medios, hoy goza de la fama. Mañana, ¿qué importa? Además, habrá que ver si sigue con el teatro 20 o 30 años más. Puedo imaginármelo perfectamente como ícono televisivo (con leve pátina intelectual glamorosa) entreteniendo a las masas en un futuro no muy lejano.
Pero, ahora que lo pienso (casi nunca pienso antes de escribir), me parece que el cotejo de Alezzo con Muscari no es pertinente. Debería hablar más bien de un Bartís, de un Veronese, de un Spregelburd, o de ese otro que se leyó en Párrafus (“Nunca estuviste tan adorable”), cuyo nombre ahora no recuerdo. Pero, nombre a quien nombre, la idea es la misma.
Y no es que idealice a lo años 60 o 70, cuando Alezzo se inició y empezó a consolidarse. No habrán sido años plenamente espirituales y humanistas, pero creo que la gente, la cultura, las vocaciones eran distintas entonces. Alezzo no triunfó inmediatamente, ni recaudó, ni fue celebrado, pero siguió adelante. Y su gente, la de sus grupos y la de su público, siguió con él. Con fidelidad y agradecimiento. Esto, esta especie de devoción demodé, es lo que percibí este miércoles, cuando los invitados por Hugo para saludar al maestro subieron al escenario y hablaron de él.
No puedo hacer una crónica de lo que cada uno dijo. No grabé ni tomé notas (y mi cámara fotográfica falló otra vez), ni estoy capacitado, claro. Pero puedo consignar algunos nombres.
Luisa Kuliok, que recordó su aprendizaje a los 17 años con el maestro; también su esposo, el médico y actor Roberto Romano, con quien, si no entendí mal, se conociera en aquellas clases. José María 2Pepe" López, cara vista algunas veces en televisión, pero actor de fuste, también de la fragua de Alezzo. Miguel Moyano, no sé si actor o asistente, pero con casi 40 años a su lado. Norberto Díaz, recordado, afortunado, envidiado compañero de Emilia Mazer en “Mirta, de Liniers a Estambul”. Angela Ragno, actriz también de muchos años con don Agustín. Y la presencia destacada, cerrando la ronda de saludos, de Beatriz Spelzini, protagonista de “Rose”, uno de los últimos éxitos de Alezzo.
Y a las personalidades del universo teatral que estuvieron presentes (también Noemí Morelli, Mayenka Novak, Roberto Saiz, Hernán Gugliotella) se agregaron las que aparecían en el collage preparado por Lucas Gatti, el cronometrista, cuya proyección se intercaló en la charla de Hugo con el homenajeado. Allí vimos desde un joven Alfredo Alcón, protagonizando “Romance con lobos”, hasta Julio Chavez haciendo “Yo soy mi propia mujer” –con quien tanto, en tanto padre soltero, me identifico…Y resaltando entre todos ellos (los presentes y los fotografiados), la reiterada memoria de Hedy Crilla, maestra del maestro.
Y Hugo, el anfitrión, sentado junto al homenajeado en el centro del escenario, exultante y espléndido, como ya escribí.
También cabe destacar la presencia entre el público de varios alumnos de los actuales talleres de Alezzo. Por ejemplo, el señor Rubén Ramírez, de importante participación en los juegos de esta noche. Con decir que subió al escenario dos veces, igual que yo…
Pero, para abundar en esto, pasemos al meollo de esta página.

En el comienzo, Hugo le preguntó a Agustín si iba a leer o si prefería participar en los cuatro juegos. El maestro, cuyos triunfos en el Parrafus radial son bien recordados, eligió jugar.
Leyó Hugo, entonces, y empezó con un cuento. De esto se conserva el siguiente fragmento de filmación.



El que interrumpe a los pocos segundos es el mencionado Rubén Ramírez. Es meritorio su lance, y entendible su confusión. Reconoció claramente a Jorge Luís Borges, pero aquello de “la sucesión de puntos” lo llevó a pensar en el aleph, “el punto donde todos los puntos convergen”, y ahí se apuró a responder.
Con el nombre del autor dado como bueno, no me costó casi nada precisar en los siguientes, pocos segundos que aquello era “El libro de arena”. Aunque, como se escucha, otra voz que empezó a decir “¡Basta…!” casi se me adelanta. “Hay un empate”, alcanzó a anunciar Hugo, pero Mónica Paradiso, a mi lado, no dejó lugar a dudas exclamando: “¡Acá, acá! ¡Perenchio!”.
“Medio libro para cada uno”, dijo nuestro conductor, pero me llamó a mí al escenario. Allí recibí “Emma – Karma de Borges” (imaginaria autobiografía de Emma Risso Platero, que ya estoy leyendo) y, tras agradecer y saludar a don Agustín, pregunté si no habría premio también por la media respuesta. Entonces Hugo convocó a Rubén y le dio también un libro (no recuerdo cuál). Y no pudo evitar una patadita: “No crean que es bueno Perenchio”, dijo, “se hace el bueno…”.
¿No lo dije la vez pasada? Lo repito porque está lindo, y hasta a Cristina le arrancó una sonrisa: “Con Hugo, no nos une el amor, sino el tortazo. Será por eso que nos queremos maso”.

Después de otro tramo de calmada charla con el invitado de honor, llegó el turno del Teatro. Alezzo diría más tarde que lo desubicó en el comienzo esa indicación de “Epoca actual”. Quien no dudó en cuanto escuchó el nombre de Damián fue Roberto López Motta. El locutor y poeta revalidó su victoriosa especialización en el género respondiendo que la obra era “En familia”, de Florencio Sánchez. Después, en el escenario, recordó una anécdota referida a su habitual éxito en Parrafus.
Parece que el año pasado, al día siguiente de la lectura de “La ronda”, de Arthur Schnitzler, una compañera de trabajo le preguntó como le había ido. “Anoche sabía lo que se estaba leyendo”, respondió Roberto, “pero tardé en llamar y se me adelantó Agustín Alezzo”. “¡Uy, qué mal!”, lamentó ella. “No. ¿Cómo ‘qué mal’? Es como si en un concurso de cantores de tango me ganara Gardel”, concluyó el poeta.

Luego, interrumpiendo nuevamente el homenaje, Hugo tomó otro de los libros forrados que aguardaban su turno. El juego continuaría con una novela, anunció, y empezó a leer acerca de alguien que sale de una internación en un sanatorio y trata de retomar su vida habitual. Cuando empiezan a detallarse algunas secuelas en la visión que padece el personaje, pensé en Saramago. Pero, cuando me inclinaba hacia Mónica Paradiso para susurrarle ese nombre, en la narración se menciona a la ciudad de Nueva York. Deshecho el lance y la posibilidad de ganar en colaboración, y sigo escuchando. Un instante después, sí, toco en el hombro a Mónica y le digo: “Paul Auster”. Ella no entiende y pregunta, también susurrando: “¿Y de quién es?”. “No”, aclaro, “Auster puede ser el autor. Pero no sé el título”. Ella se encoge de hombros. Después me diría que, de haber entendido bien, lo hubiera gritado inmediatamente. Por mi parte, no quise arriesgar con solo el nombre del autor. Seguimos escuchando en silencio, entonces, hasta que una voz lanza: “¿No es Paul Auster?”. Hugo se interrumpe y responde que sí. Pero, cuando pregunta el título, la misma voz dice: “¿El palacio de la luna?”, que no era. “El país de las últimas cosas”, arriesgan desde otro sector. Tampoco. “Leviatán”, digo yo. Pero no es “Leviatán”. Entonces Hugo consulta con Alezzo si cabe recurrir a una vil ayudita y, sin esperar respuesta, lo hace. “¿En qué piensan si digo Delfos?”, dice. Yo me confundo pensando en unos satélites (y en un cuento de Alberto Vanasco, “Phobos y Deimos”), mientras alguien dice por ahí: “El oráculo”. Y otro por allá: “El oráculo de Delfos”. Y otro: “La noche del oráculo”, que es el título correcto. Sin embargo, sin identificar a esa última voz, se da como ganador a quien acertara con el autor: el señor Rubén Ramírez, de Palermo, que vuelve al escenario y recibe como premio la novela que se leía.

El último, súbito juego de la noche se cuenta rápido.
-A ver quién conoce a este poeta –dijo Hugo, y leyó: - “Atraviesa este paisaje mi sueño de un puerto infinito…”
-¡Basta para mí! –dije reglamentariamente. Y respondí: - Fernando Pessoa.
-¡Vamos, Perenchio! –estalló Mónica, con su entonación más tribunera.
-Y el poema es “Lluvia oblicua” –agregué, acercándome al escenario.
-Cuatro segundos –dijo Lucas, después.
-¡Uy, cuatro segundos! –exclamó Hugo- Cuando escriba ahora en el blog, Perenchio…

De las anécdotas que se recordaron con Alezzo, se impone en mi memoria una, reciente, que muestra su guapeza, su sabiduría y su creatividad también en la vida real
En un taxi que toma una dirección contraria a la indicada, dos hombres de aspecto torvo, tal vez policíaco, son recogidos a las pocas cuadras. Uno se ubica junto al chofer, el otro irrumpe en el asiento trasero. Rodeado de los tres maleantes, Alezzo evalúa el reloj de baja estofa y los pocos billetes que lleva. Su acompañante le apunta y lo hace doblarse hacia el piso del vehículo. Lo pasean durante hora y media, casi sin hablar. Pensando lo peor, pero acometiendo sin resignación, el viejo se yergue y exige: “Si me van disparar, no me dejen malherido”. Entonces, un instante después, en la primera esquina, le abren la puerta y lo dejan bajar.
Aplausos.
Sin telón.

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