Viernes 13 de marzo de 2009
Teatro: “La anunciación a María”
Autor: Paul Claudel
Ganador: Nadie
Premio: Nada
Repetición del autor: Nunca
“La anunciación hecha a María” de Paul Claudel
Por Juan Manuel Escamilla
No estamos en el mundo; la
verdadera vida está ausente
Rimbaud
La anunciación hecha a María es un diamante de cuidadísima belleza y Paul Claudel (1868-1955), su autor, un orfebre genial y esmerado. Dramaturgo, poeta, diplomático, Paul Claudel es un personaje que podríamos tildar de discordante. Alcanza las cimas de la literatura moderna tratando temáticas que más se antojan medievales. ¿Qué otra cosa podía esperarse de uno a quien Rimbaud sacó de su ateísmo? Una página de su biografía explica la singular perspectiva de este autor. El joven Paul de dieciocho años acude a la misa de Navidad a Notre-Dame en busca de “un estimulante apropiado y materia para algunos ejercicios decadentes” y, para su sorpresa, recibe en lugar de lo que buscaba, la fe. Tenemos, pues, a un poeta de las vanguardias parnasianas metido a católico, que terminará siendo, en expresión de Mauriac, “un católico que escribe dramas”.
De ahí que sólo si se concibe a Claudel como un asceta sensual, se pueda comprender su Anunciación. Porque ella es un drama místico, a pesar de que su sencillez raye en la ingenuidad, posea el encanto de lo espiritual, de la proximidad de la gente del pueblo al Misterio –lo que, en un erudito como lo fue Claudel, es una virtud–. La trama no tiene sutilezas morales ni maquiavélicas sofisticaciones de salón, más propias de nuestra moderna burguesía . Es todo lo contrario. Quien busque en los personajes de Claudel la precisión psicológica de Dostoievski se verá decepcionado: no pretende tanto retratar lo humano, como exponer dramas humanos en personajes paradigmáticos como hacía el teatro barroco, donde con un personaje se mostraba una virtud humana o un defecto.
La actuación de los personajes está enmarcada en lo cósmico donde cada cosa ocupa su sitio y cada cual, a pesar del pecado, es fiel a su vocación. Así, el constructor de catedrales, a fuerza de levantar casas a Dios ha aprendido que los hombres, como las piedras, no eligen su lugar: “No concierne a la piedra buscar su lugar, sino al maestro que la ha escogido”. Y cada uno está contento en el lugar que le corresponde: “Alabado sea Dios que me ha dado en seguida mi sitio y ya no tengo que buscarlo. Y no le pido otro. Yo soy Violaine, tengo dieciocho años, mi padre se llama Anne Vercors, mi madre se llama Elizabeth, mi hermana se llama Mara, mi prometido se llama Jacques. Esto es todo, no queda nada por saber”. Claudel parece huir del solipsismo cartesiano para enfatizar que también nos constituyen y definen nuestras relaciones. Una en particular es que este drama trasciende las relaciones del hombre con el hombre para revelar las relaciones del hombre con el universo y con Dios. Es, pues, a través de los símbolos que la trama y sus personajes nos remiten invariablemente hacia algo más, hacia alguien más.
No es casual, tratándose de un diplomático cosmopolita, que La Anunciación sea su obra más nacionalista. No es casual tampoco que esta obra tenga la apariencia de una catedral gótica –que el arte católico francés hizo florecer–: imponente, monumental y de compleja simbología; en ella cada elemento señala hacia el Cielo. Ni siquiera es casual que Claudel sitúe esta historia a finales de una Edad Media “convencional”, a la que le atribuimos la definición del hombre en función de su relación con Dios. En la Anunciación lo sobrenatural habita naturalmente. Más allá del mero hecho de que ocurra un mar de milagros en la historia, su significado simbólico es el que nos resulta más próximo: Pierre de Craon, artífice de catedrales, contrae la lepra como símbolo de su pecado y expía su falta en la construcción –a la vez física y espiritual– de un templo, cuya conclusión curará su enfermedad. ¿Quién no es leproso? Pero no es esa construcción la que lo sanará, sino Violaine que, en una entrega amorosa y como un gesto del perdón, lo besa y queda exiliada: “Yo también conocí la alegría -le dice Violane a su hermana- que pedía locamente a Dios, que durara sin cesar nunca! ¡Y Dios me ha oído de manera bien extraña! ¿Acaso mi lepra sanará nunca? No, mientras haya una parcela de carne mortal que devorar. ¿Y acaso sanará el amor de mi corazón? Jamás, mientras haya un alma inmortal que lo alimente”.
(www.conspiratio.com.mx)
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