viernes, 18 de enero de 2008

Tres Teratológicas Tareas

Semana teratológica en Párrafus.
El lunes, Lovecraft y sus monstruos extratelúricos. El martes, Cabrera Infante y sus monstruos textuales. El miércoles, Alfred Jarry y su monstruoso Padre Ubú.

Hablamos con Hugo de la imaginación desbordada, casi delirante, de Howard Philip Lovecraft (1890-1937), el autor de historias de horror, creador de los mitos de Cthulhu. Dije que leí muchos de sus cuentos, todos juntos, años atrás, cuando me los prestaba mi viejo amigo Fabio. Después del programa, rememorando, precisé que aquello fue exactamente en el verano del 88, hace justo veinte años. Hoy en día, solamente tengo un relato de Lovecraft, “El intruso”, que aparece en uno de los libros que me gané en Párrafus: “Vampiria”. Precisamente, la tapa de este volumen informa:”24 historias de Revinientes en cuerpo, Upires y otros chupadores de sangre – de Polidori a Lovecraft”. Ahora me gané “La sombra sobre Innsmouth”, que, contrariamente a lo que creí antes de ir a buscarlo a la radio, se trata de un solo cuento largo presentado por la editorial Need.
“Todas mis historias –escribió Lovecraft- están basadas en la creencia de que este mundo estuvo habitado, en otros tiempos, por una raza que vive esperando el día en que tomará nuevamente posesión de la tierra”.
Son sus personajes los Grandes Antiguos: Azathoth, el centro de todo lo infinito. Nyarlathotep, el dios sin cara. Itahqua, el que camina sobre el viento. Nodens, señor del gran abismo. Yog-Sothoth, amo del espacio-tiempo. Cthugha, el que habita en el fuego. Y, por sobre todos ellos, el gran dios Cthulhu. Sobre esto se lee en el Nekronomicón, enciclopedia oscura escrita por el árabe loco Abdul Alhazred, que se cita en muchas de las historias.
También los mitos creados por Lovecraft adquirieron tras su muerte un carácter enciclopédico, al ser continuados y ordenados por una cohorte de discípulos, entre los que recuerdo a August Derleth y Robert Bloch. Este último, años después, ya inmerso en su obra más personal, escribiría la novela “Psycho”, para regodeo de Hitchcock y sus espectadores.
Y otro escritor, también con su propia celebridad bien ganada, se sumó inopinadamente, en los años ’70, a la saga que el autor de Providence iniciara. “Aquel Howard era, en cierta medida, como yo” –había dicho en una carta de 1937 este escritor nuestro-. “Tras esos cuentecillos de ciencia ficción, tan bellamente escritos, se ocultaba un hombre preocupado por el tiempo, por la Eternidad.“ Y más tarde, en el prólogo de un libro suyo publicado en 1973, escribiría: “El destino que, según es fama, es inescrupuloso, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe. Acabé por ceder: el lamentable fruto se titula ‘There are more things’” Este desencantado discípulo austral de Lovecraft es Jorge Luis Borges, y su cuento se encuentra en “El libro de arena”.
El relato leído por Hugo es, quizá, el más famoso de H.P.L. –todos habrán visto o escuchado alguna vez su título: “El color que cayó del cielo”. Y del pobre Lovecraft ya hablamos bastante el lunes –y bastante mal, por mi parte: apocado, jodido, racista-, así que dejémoslo descansar en paz, ya.

De Cabrera Infante, en realidad, tengo entendido que sus textos más monstruosos (por barrocos, neologistas y lúdicos) son las novelas. El cuento del martes (“Delito por bailar cha cha cha”), por lo que se leyó –durante más de seis minutos-, parece bastante sencillo. Yo del cubano leí solamente algunos artículos o reportajes. Sin embargo, la otra noche, por la mención de no sé cual fruta extraña, al comienzo, y de Cuba, después, intuí que podía ser él y llamé para confirmarlo. Era, pero los únicos títulos que conozco de su obra de ficción son “Tres tristes tigres” y “La Habana para un infante difunto”, que no son cuentos. Entonces apareció para ganar María Suárez, y sobre esto ya escribí.
Acá tengo un par de respuestas de Cabrera Infante en un reportaje de 1982 –reportaje de Alfred Mac Adam, para The Paris Review.
“Los juegos de palabras son su marca de fábrica, ¿pero por qué los usa cuando es serio?
Ese es justamente el punto. Para mí escribir, hasta lo que usted llama escritura seria, es un juego. Los juegos de palabra son palabras cuyo significado depende del juego; es el jugador quien dispone los movimientos. Un gran jugador, Lewis Carroll, lo sabía, pero como era un clérigo puso las palabras en la boca de Humpty Dumpty. La pregunta acerca del lenguaje no es quién está acertado o equivocado, sino, según el viejo esquema hegeliano, quién es el amo y quién el esclavo. Los juegos de palabra son mi libertad y mi control.
Como casi todos sus títulos son juegos de palabras, supongo que será mejor que volvamos sobre ellos: por favor, explíquenos por qué dice que los títulos son la esencia de su obra.
El título siempre es lo primero, tanto para mí como para el lector. He escrito muchos relatos y artículos simplemente siguiendo obstinadamente el título. A veces uso un título de trabajo, a veces encuentro un título adecuado para determinado tema. Tomemos mi novela más reciente, ‘La Habana para un infante difunto’. Cuando la empecé, tenía otro título: ‘Las confesiones de agosto’, una ingeniosa alusión a las ‘Confesiones’ de San Agustín. Había empezado a escribir el libro en agosto, de modo que también había incluido el mes. Entonces, un día escuché el título, ‘La Habana para un infante difunto’, así como así, del mismo modo que San Agustín escuchó la voz en el jardín. Con ese nuevo título en mente, reescribí todo el libro.
¿Entonces cree en la inspiración?
Llamémosla Embullo, una palabra cubana que significa entusiasmo fácil, una manera particularmente graciosa de viajar en los trenes de la mente. Escribo cada vez que el Espíritu Santo me susurra algo amable al oído. Por supuesto, también escribo para cumplir fechas de entrega, pero eso no es escribir verdaderamente. A veces, simplemente me ocurre por sentarme ante la máquina de ecribir.”

Este es Guillermo Cabrera Infante, quien, según me entero a través de Hugo en el programa del martes, vive aún, en Londres. Es de 1929, así que debe tener como 78 años. Longevo, en comparación con los otros dos autores de la semana, quienes murieron jóvenes: Lovecraft a los 47, Jarry a los 34. Y este sigue plácidamente en la campiña inglesa, hablando mal de la revolución cubana.


Ciento once (111, número cabalístico, diría Martíinez), ciento once años y un mes pasó del estreno, en París, el 10 de diciembre de 1896, de “Ubú rey”, la obra cumbre de Alfred Jarry que Hugo leyó este miércoles -para lucimiento de Verónica Cornejo, quien ganó respondiendo a los 16 segundos. ¡Mierda!
Tengo el volumen número 35 de Club Bruguera, la editorial de Barcelona que en 1980, con traducción e introito de José Benito Alique, presentó el ciclo de obras de Jarry bajo el título Todo Ubú. Las obras son: “Ubú rey”, “Ubú en la colina”, “Ubú cornudo” y “Ubú encadenado”.
Leo ahí, en el introito, que esta creación de Jarry, poeta y dramaturgo nacido en Bretaña, en 1873, hizo posible que despúés vinieran Artaud, Ionesco, Camus, “¿Sartre?” y Boris Vian. También los dadá y los surrealistas. Peter Weiss, Peter Brook (de quien Hugo hablaba al comienzo de este programa), Arthur Miller, Anouilh, Witkiewicz, Stoppard, Adamov, Beckett, Kopit, Bulgakov, Pinter, Frisch y Arrabal. Nabokov, Soljenitsin y Grass. Dalí, Picasso, Duchamp y Picabia. Bessie Smith, Louis Armstrong, Duke Ellington, Lou Reed, “el rock y las tendencias que de él siguen derivando”. Esto, en opinión de un español (Alique), que no sé quién sería pero escribe muy bien esa introducción al volumen.
Leo la presentación que el mismo Jarry hizo de su personaje: “Ni se trata exactamente del señor Thiers, ni del burgués medio, ni del grosero por antonomasia. Más adecuadamente cabría identificarle con el perfecto anarquista, con lo que impide que nosotros lleguemos nunca a ser el anarquista perfecto, quien, al seguir siendo humano, seguiría haciendo ostentación de cobardía, fealdad, suciedad, etc.” Y también: “En el caso de que se pareciese a un animal, Ubú tendría, sobre todo, la faz porcina, la nariz semejante a la quijada superior del cocodrilo, y el conjunto de su caparazón, de cartón, convirtiéndole por completo en el semejante del animal marino más horrible estéticamente hablando: el límulo”.
Intercalo palabras de la señora o señorita Natalia Moret, que en un artículo del diario Perfil del 24 de setiembre de 2006 escribió acerca de Alfred Jarry. Y dice de Ubú: “Monarca tan tirano con nobles y plebeyos como cobarde en la guerra, tiene una panza gigante, tres dientes -uno de hierro, otro de piedra, otro de madera-, una oreja única y retráctil y un cuerpo tan deforme que, al caer, no puede volver a levantarse sin asistencia. Gobierna, fundamentalmente, gracias a ‘la máquina de descerebrar’”. En este breve artículo, Moret cuenta que Jarry escribió la primera versión de “Ubú rey” a los 15 años.
Nuevamente del volumen de Bruguera, leo también algunas características de Jarry que sustentan su creación suprema. Según André Bretón, es a partir de él, mucho más que desde Wilde, cuando “la diferenciación tenida durante tanto tiempo por necesaria entre arte y vida, empieza a verse contestada y acaba por resultar destruida en sus principios y fundamentos”. Según Alique, “Jarry pone en práctica, en efecto, mediante sus actos de cada día, un humor implacable y destructor que, siendo la más diáfana espresión de la irrefrenable repugnancia que le producen la estulticia, la falta de belleza y la hipocresía generalizada, llega a constituirse en su personal manera de realizar la consigna que siempre predicó: ‘Absoluta rebelión frente a la totalidad de la simpleza’”.
Leo todo esto y me pregunto: ¿Y?
1896, escándalo y vestiduras rasgadas. Sin embargo, también cierto éxito y mucha influencia: el surrealismo, y el teatro de la crueldad, y las artes plásticas, y el jazz. Creadores de diverso cuño que socavaron a su manera lo establecido. Y cada uno, a su vez, influyendo sobre algunos de la generación siguiente. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, todo esto fue debidamente neutralizado por los sostenedores del status quo. Y aquí estamos.
Entonces, ¿y...? ¿Qué hacemos, Padre Ubú, con el pescado sin vender?

Justamente el miércoles a la noche, cuando en Párrafus se leería Teatro, fuimos al Lola Membrives. Cristina, tras recortar un cupón del diario Perfil, había conseguido invitaciones para el pre-estreno de “El fantasma de Canterville”, de Oscar Wilde, en versión de Cibrián-Mahler.
“Cuento musical”, dice el programa, pero se trata, realmente, del incomprensible género denominado Comedia musical. Cuando salimos, le dije a Cristina: “Para mí, faltan los subtítulos”, algo que seguramente leí o escuché en alguna parte.
Por suerte, como a la hora y media de función habían anunciado un intervalo. (Yo ya estaba deseando que llegara el final para aplaudir de pié –y enseguida huir despavorido.) Miramos la hora y eran las once. Había empezado tarde, media hora después de lo previsto. Y tras el intervalo, que seguramente excedería los diez minutos anunciados, ‘aquello’ debía seguir como una hora más, por lo menos. Entonces, porque más tarde podíamos quedar sin transporte hacia nuestro apartado suburbio, Cristina propuso que nos fuéramos. Yo hice como que vacilaba (sé que a ella le gusta el canto y el baile, y había tenido muchas ganas de ir), pero después acepté. También, si nos quedábamos hasta después de la medianoche, me hubiera perdido el programa.
Pero fue llegar a casa –justo sobre la hora- y amargarme.
Verónica Cornejo dijo que, sin haberla leído, reconoció “Ubú rey” al escuchar el primer parlamento. Entonces yo la reconocí un segundo antes, cuando Hugo leyó “Padre m-mm”. Y no tardé nada en apretar el botón de marcación automática. Pero el 4325-7390 ya estaba ocupado.
¿Será posible que la joven de Lugano, cuando intuye que puede ser su noche –y esta vez se lo anunciaron- llame antes, entretenga con alguna charla al asistente y escuche en línea el comienzo de la lectura, por si la conoce?
-No seas delirante –me dice Cristina-. Pensá en cuántas veces vos le ocupaste la línea a otros oyentes que también querían responder. Y pensá en cómo se sentirán, tantas veces, cuando ganás y decís que no leiste la obra.
-¡Mierda! –dije yo, y me fui a dormir.

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