miércoles, 21 de julio de 2010

Cuando no había Blog V

01 de noviembre de 2006
Poesía: “El despertar”
Autora: Alejandra Pizarnik
Ganadora: Ana Mazía

EL DESPERTAR

a León Ostrov

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios

Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo

Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos

Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay mounstros
que beben de mi sangre

Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada

Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue

¿Còmo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?

¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?

El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde

Señor
Arroja los féretros de mi sangre

Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón

Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo


ALEJANDRA PIZARNIK X JUAN JOSE HERNANDEZ

“No hace mucho se cumplió otro aniversario de la muerte de Alejandra Pizarnik. Nacida en Buenos Aires, en un hogar de inmigrantes rusos de origen judío, su obra poética, intensa y breve, mantiene hasta el presente su vigencia a través de numerosas reediciones, antologías, traducciones y estudios críticos. Sus últimos poemas, de fuerte contenido autobiográfico, y su correspondencia testimonian el patético esfuerzo de la poeta por escapar a un destino signado por la locura y el suicidio.
En aquella ocasión (1997), una íntima amiga de Alejandra recordó, con cierta tristeza, que en el pasado mes de abril Alejandra Pizarnik hubiera cumplido sesenta años. Sólo desde la hondura de nuestro cariño y nuestro desconsuelo olvidamos que los muertos no tienen cumpleaños. Lo cierto es que, tratándose de Alejandra, resulta difícil imaginarla como una mujer adulta. Quienes la conocimos sabemos cuánto dramatismo y artificio había en su aspecto aniñado y negligée (falda tableada, suéter tejido y medias zoquetes) que ella se obstinaba en conservar aún después de la muerte súbita de su padre en Miramar. Ese episodio, a mi modo de ver, determinó la entrada forzosa de Alejandra al mundo de los mayores y, al mismo tiempo, la paulatina transformación de su paraíso infantil, poblado de muñecas, payasos, arcoiris y pájaros de colores en jardines con macizos de lilas florecidas. “Jardines del hospicio con estatuas, con flores obscenas”, dirá en uno de sus últimos poemas.
En general, la crítica tiende a prestigiar el aspecto nocturno y desolado de la poesía de Alejandra, sus símbolos mortuorios y fábulas esperpénticas. A muchos de sus lectores les cuesta admitir que ella fue una artista extremadamente lúcida, conocedora de las principales corrientes poéticas de nuestro tiempo; una poeta que corregía obsesivamente sus versos hasta lograr la síntesis de emoción y belleza que buscaba, y un espíritu crítico excepcional. Admiradora de la moderna poesía francesa, pero también de Rubén Darío, Octavio Paz, Enrique Molina y Olga Orozco, creía, como Jean Poulhan, que en el lenguaje está la clave de todos los problemas que nos preocupan, creencia nominalista o mágica que hizo crisis al final de su vida.”

ALEJANDRA PIZARNIK EN EL RECUERDO

“Aún tengo presente el departamento de la calle Montevideo donde ella vivía; el pequeño pizarrón en que escribía sus versos, su teléfono verde, su colección de muñecas rusas, el tablero que le servía de escritorio y las carpetas para guardar sus originales, sus dibujos con lápices de colores y su correspondencia. A mediados de los años sesenta nos hicimos amigos; ella acababa de publicar Los trabajos y las noches, que me lo dedicó con su letra diminuta, casi microscópica. En esa época obtuvimos el primer premio municipal de literatura, Alejandra en poesía, yo en narrativa; por ese motivo aparecíamos juntos en publicaciones literarias del país y del extranjero, y en una oportunidad mantuvimos una conversación sobre mis cuentos de El Inocente, que apareció luego en forma de reportaje en la revista venezolana Zona franca que dirigía el poeta Juan Liscano. Teníamos algunos amigos en común, entre otros, Enrique Pezzoni, Silvina Ocampo, Edgardo Cozarinsky y Esmeralda Almonacid, en cuya casa de Boulogne solíamos reunirnos en verano para conversar a la sombra de una inmensa magnolia del jardín y bañarnos en un tanque de agua australiano.
Pero más allá de nuestras afinidades en cuestiones literarias y pictóricas (ambos admirábamos a Paul Klee y a Odilon Redon), había en Alejandra ciertos rasgos de su personalidad que me atraían: me refiero a su ironía incisiva, a su inteligencia no exenta de crueldad. Nunca olvidaré la vez que en una reunión se le acercó un joven poeta y le alcanzó los originales de unos poemas de su autoría. Ella los leyó detenidamente, y al devolvérselos exclamó, sonriendo: “Lo felicito, ¡qué buen tipo de letras tiene su máquina de escribir!”.
No puedo precisar en qué momento, sin proponérmelo, empecé a distanciarme de Alejandra. Olvidaba las citas que hacía con ella, pasaba semanas y meses sin llamarla por teléfono. Culpable y sin poder explicar mi comportamiento descortés, leía la tarjeta que ella había deslizado bajo la puerta de mi departamento y que todavía conservo entre mis papeles: “Juanjo querido ¿te olvidaste de nuestro rendez vous? Traía tantas cosas lindas para vos. Llamame cuando encuentres un segundo para tu Alejandra”.
Ahora pienso que ella estaría pasando por una de sus frecuentes postraciones nerviosas y que yo, bastante propenso al contagio de los depresivos, de manera inconsciente me ponía al resguardo de su aura angustiante y mortecina.
En Textos de sombras y últimos poemas (libro póstumo de Alejandra) se hace sentir aquella crisis con el lenguaje a la que me referí anteriormente. De paso, vale la pena señalar el desconcierto que provocó la aparición de este libro en nuestro ambiente literario, escandalizado por el uso que hay en él de vocablos prohibidos obssenitatis causa (en criollo, de malas palabras). Algunos críticos se preguntaron si era lícito, por parte de los responsables de la edición (Olga Orozco y Ana Becciú), dar a luz esos poemas que desmerecían la imagen de Alejandra sin agregar nada importante a su obra poética. Argumentos igualmente represores y falaces suelen todavía esgrimirse para condenar la libertad de lenguaje en la poesía erótica de Paul Verlaine.
En ese último libro de Alejandra, a las palabras, en vez de hacerles el amor, como quería Breton, se las violenta semánticamente para dar lugar a engendros verbales, a mutaciones perversas que hacen pensar en la pintura de Jerónimo Bosch. Poseída por lo que Octavio Paz llama “el demonio de la aliteración”, Alejandra se complace lúdicamente en otorgar significaciones inquietantes a lugares comunes del habla cotidiana, o de la cultura. En el terreno de la verbalización de lo sexual, las imágenes escatológicas generadas por la inminencia de la muerte alcanzan por momentos una obscenidad alucinante.
El gran NO de la muerte, con su irradiación obscena y su color emblemático, el azul, que era el color de los ojos del padre de Alejandra, acaba por imponerse. Curiosamente, el azul tiene una connotación análoga en estos versos de Jean Cocteau: La poèsie ressemble la mort./ Je connais son oeil bleu,/ Il donne la nausèe (“La poesía se parece a la muerte. Conozco su ojo azul. Provoca náusea”).
Volviendo al principio de esta evocación personal y literaria de Alejandra Pizarnik, a su patético esfuerzo por disipar el aura mortuoria que la acechaba, transcribo a continuación fragmentos de uno de sus últimos textos, Tangible ausencia, donde aparecen como pérdidas irreparables su infancia, su seguridad en el lenguaje y la mirada azul del padre, pérdidas que de algún modo configuraron su destino y la acercaron sin que ella pudiera encontrar la salida afanosamente buscada:”
‘Que me dejen con mi voz nueva, desconocida. No, no me dejen. Oscura y triste la infancia se ha ido, y la gracia, y la disipación de los dones... Hablo...
A unos ojos azules que daban sentido a mis sufrimientos en las noches de verano de mi infancia... A la luz de una mirada que engalanaba mi vocabulario como a un espléndido palacio de papel.
Me embriaga la luz. No nombro más que la luz. Quiero verla. Quiero ver en vez de nombrar.
...El lenguaje es vacuo y ningún objeto parece haber sido tocado por manos humanas. Ellos son todos y yo soy yo. Mundo despoblado, palabras reflejas que sólo solas se dicen. Ellas me están matando. Yo muero en poemas muertos que no fluyen como yo...
Vida, mi vida, ¿qué has hecho de mi vida?
Hemos consentido visiones y aceptado figuras presentidas según los temores y los deseos del momento, y me han dicho tanto sobre cómo vivir que la muerte planea sobre mí en este momento que busco la salida, busco la salida’.

Juan José Hernández

(Página 12, 06 de febrero de 2008)

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