miércoles, 7 de julio de 2010

Poeta sin Párrafus

La poesía es la benjamina de los géneros de Párrafus Interruptus. Fue la última incorporación del enigma literario que Hugo Paredero ideó para la radio. En realidad, fue tanto la última como la primera, es decir, la única. El juego se había lanzado, allá en abril del 2006, con la sabia alternancia de Novela, Cuento y Teatro. Y desde el 1 de noviembre, a pedido de algunos oyentes, se agregó la Poesía.
Un poco por esta razón, otro poco por las dificultades de brindar un panorama de los otros géneros, es que se nos ocurrió preparar para el Blog la presentación de algunos poetas que no llegaron a aparecer en las 695 emisiones nocturnas de Párrafus -“los que faltaron” diría Perenchio.
Lo hacemos, además (al igual que la sección “Cuando no había Blog”), para nosotros, para los oyentes, para “mitigar el paso del tiempo”, a la espera de un nuevo ciclo de la entrañable creación del señor Paredero.




Robert Frost







Robert Lee Frost (San Francisco, 26 de marzo de 1874 -
Boston, 29 de enero de 1963), poeta estadounidense.
Hijo de un granjero de antigua familia que fue también
maestro y periodista, su madre le hizo bautizar de niño en la iglesia
Swedenborgiana, que rehusó cuando se hizo adulto.
En 1901 ya administra su propia granja; adquiere la costumbre de escribir sus poemas de noche, en la mesa
de la cocina; en 1906 da clases a jornada completa en la Academia Pinkerton y
comienza a ofrecer conferencias, actividad que seguirá ejerciendo durante toda
su vida.
En 1912 decidió vender su granja y abandonar su puesto de maestro rural en New
Hampshire y marchó a Inglaterra, donde vivirá hasta 1915 y donde llegó a conocer
a poetas consagrados como Edward Thomas, T. E. Hulme, Lascelles Abercrombie,
Robert Graves y el norteamericano Ezra Pound, así como otros desconocidos
entonces como Rupert Brooke; gracias a ellos logró darse a conocer y publicar
sus trabajos: A Boy’s Will (La voluntad de un chico, 1913) y los monólogos
dramáticos de Horth of Boston (Norte de Boston, 1914); estos libros son
comentados New Hampshire, y 1931, por Collected Poems. Vive en varias granjas de
Vermont y New Hampshire e imparte clases de literatura en diversas
universidades; funda la revista Sentinel y colabora en el periódico The
Independent. Fluye constante su obra poética con Intervalos en la montaña
(1916), New Hampshire (1923), El arroyo que fluye al oeste (1928), Una
cordillera de más allá (1936).
La muerte de su esposa em 1938 y el suicidio de su hija Carol en 1940 causaron
un impacto profundísimo en la estabilidad emocional del poeta. En 1941 marchó a
Cambridge y allí vivió el resto de su vida acompañado por su secretaria Kathleen
Morrison, a la que pediría en matrimonio poco tiempo después de la muerte de su
esposa, si bien ella rehusó. Publica Máscara de la razón (1945) y En el calvero
(1962), entre otros muchos libros. Visita Brasil en agosto de 1954 y en 1957
volvió a Europa, lo que aprovecha para conocer a W. H. Auden, E. M. Forster,
Cecil Day Lewis y Graham Greene.
Robert Frost recibió en cuatro ocasiones el Premio Pulitzer (1924, 1931, 1937,
1943) y en 1961 fue invitado a leer un poema en el acto oficial de la toma de
posesión de John F. Kennedy como presidente, lo que venía a consagrarle como
poeta nacional.
Su poesía refleja los más profundos impulsos del hombre norteamericano: su
sencillez y amor por la naturaleza y lo rural, su individualismo, su ironía y
humor revuelto con una gran soledad y tragedia; también el valor norteamericano
fundamental de la independencia; sobre esto último se hizo muy popular su poema
"El camino no elegido", que todos los estadounidenses han aprendido de memoria y
que es para ellos lo mismo que para los españoles "Caminante, son tus
huellas..." de Antonio Machado; "Dos caminos se bifurcaban en un bosque
amarillo...". Utiliza la métrica tradicional y el escenario de sus más famosos
poemas suele ser el paisaje de Nueva Inglaterra.


EL CAMINO NO ELEGIDO

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.


ABEDULES

Cuando veo abedules oscilar a derecha
y a izquiercla, ante una hilera de árboles más oscuros,
me complace pensar que un muchacho los mece.
Pero no es un muchacho quien los deja curvados,
sino las tempestades. A menudo hemos visto
los árboles cargados de hielo, en claros días
invernales, después de un aguacero.
Cuando sopla la brisa se les oye crujir,
se vuelven irisados cuando se resquebraja
su esmaltada corteza. Pronto el sol les arranca
sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve…
Esas pilas de conchas esparcidas diríase
que son la rota cúpula interior de los cielos.
La carga los doblega hacia los mustios
matorrales cercanos, pero nunca se quiebran,
aunque jamás podrán enderezarse solos:
durante muchos años las ramas de sus troncos
curvadas barrerán con sus hojas el suelo,
igual que arrodilladas doncellas con los sueltos
cabellos hacia atrás y secándose al sol.
Mas cuando la Verdad se me interpuso
en la forma de un hecho como la tempestad,
iba a decir que quizás un muchacho,
yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles…
Un muchacho que por vivir lejos del pueblo
sólo sabe jugar, en invierno o en verano,
a juegos que ha inventado para jugar él solo.
Ha domado los árboles de su padre uno a uno
pasando por encima de ellos tan a menudo
que nada les dejó de su tiesura.
A todos doblegó; no dejó ni uno solo
sin conquistar. Aprendió la manera
de no saltar de un árbol sin haber conseguido
doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio
hasta llegar arriba, trepando con cuidado,
con la misma destreza que uno emplea al llenar
la copa hasta el borde, y aun arriba del borde.
Entonces, de un envión, disparaba los pies
hacia afuera y saltaba del aire hasta la tierra.
Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;
muy a menudo sueño en que volveré a serlo,
cuando me hallo cansado de mis meditaciones,
y la vida parece un bosque sin caminos
donde, al vagar por él, sentirnos en la cara
ardiente el cosquilleo de rotas telarañas,
y un ojo lagrimea a causa de una brizna,
y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,
para luego volver y empezar otra vez.
Que jamás el destino, comprendiéndome mal,
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor,
como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.
Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,
por las ramas oscuras del blanquecino tronco
y subir hacia el cielo, hasta que el abedul,
doblándose vencido, me volviese a la tierra.
Subir y regresar sería muy hermoso.
Pues hay cosas peores en la vida que ser
un columpiador de árboles.

REPARACION DEL MURO

Algo hay que no es amigo de los muros,
que hincha la tierra helada y los socava,
que arroja al sol las piedras desde el borde
y abre brechas por donde caben dos.
Los cazadores ya son otra cosa:
he seguido sus pasos, reparando,
donde no han dejado piedra sobre piedra
persiguiendo el conejo en su guarida
por alegrar la jauría. Las otras brechas
nadie las ve formar, ni hay rumor de ellas,
pero ahí estan cuando hay que repararlas.
Se lo anuncio al vecino tras la cuesta;
un dia, en la linea divisora,
nos encontramos a rehacer el muro.
Lo formamos entre ambos, paso a paso.
A cada cual las piedras que le tocan,
las ovaladas, las bolas tan redondas
que cuesta hechizos fijarlas en su puesto:
"No se muevan hasta vernos las espaldas!"
Se destrozan los dedos con asirlas.
Cierto, es juego campestre, como tantos,
uno contra uno. A más no viene:
donde vivimos no hace falta muro:
lo suyo es pino, lo mío manzanares.
Mis manzanos, le digo, no amenazan
comerse las piñas de sus pinos.
Solo responde, "Buen muro, buen vecino."
La primavera me azuza, y me pregunto
si quizás le penetro el pensamiento:
"Por qué hace buen vecino? No se trata
de donde hay vacas? Pero aquí no hay vacas.
Antes de levantarlo, yo quisiera
saber a quién incluyo, a quién excluyo,
a quién, quizás, ofendo con el muro.
Algo hay que no es amigo de los muros,
que quiere derrumbarlos." Pienso "duendes,"
pero no hay tales duendes, y quisiera
que él le pusiera nombre. Allá lo veo,
con una piedra empuñada en cada mano,
como un salvaje troglodita armado.
La sombra en que se mueve me parece
más que sombra de selvas o de ramas.
No indaga el estribillo de su padre,
y tanto le place haberlo recordado
que repite, "Buen muro, buen vecino."

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