viernes, 24 de agosto de 2007

Contento como Orteguita ante Orion

Justamente el otro día, ya no sé a cuento de qué, mencioné mi padecimiento por el asunto de los dos domicilios.
¿La “casa grande” y la “casa chica”, como dicen los mejicanos? ¿El domicilio conyugal y el nidito para la amante? Nada de eso.
Hugo una vez me llamó “Lengualarga”. Fue una noche en que habíamos discutido con Cristina, un miércoles, y casi no escucho el programa; enfurruñado, no pensaba moverme de la cama. Al final, para hacer las paces, ella apagó la tele y puso la radio; sintonizó Nacional y escuchamos en silencio, acostados los dos, vestidos.
La lectura fue “El sueño eterno”, de Chandler; yo mascullé entre dientes título y autor, y Cristina llamó; ella habló con Lucas, quien le dijo que estaba acertada y la pasó al aire. Pero a la joven contadora no le gusta la exposición pública, así que me dejó el tubo sobre la almohada y me instó a que hable. Lo hice, gané una vez más, y por las cosas que dije, entre las que estuvo alguna mención de mi circunstancia más inmediata (también me acuerdo que dije alguna barbaridad sobre una ex compañera de Paredero en radio Belgrano, hoy en el suplemente Countrys de Clarín), Hugo me dijo que era un estómago resfriado, un lengualarga.
También a este Blog, tal vez por la parte que me implica, algunos -Hugo entre ellos- le encuentran “vida”; quizá esto se deba a que no me fijo, no mido, tampoco especulo, y quedan diseminados por acá y por allá –como aquella vez- algunos detalles de mi cotideaneidad. Pero de ninguna manera contaría por este medio algo como lo de los machotes mejicanos. En realidad, debo decir, de ninguna manera haría algo como aquello.
Hago algo parecido, pero es algo que debo mantener por la natural fuerza de las circunstancias, por la simple fluencia de la vida: vivo en parte con mi vieja, en su casa de Laferrere, y en parte con Cristina, en su departamento de Remedios de Escalada. No tengo, ni quiero tener, casa propia; no quiero pagarle impuestos (ese alquiler perpetuo de la tierra) a Felipe Solá –o al venidero ingeniero Macri. Aunque, en definitiva, contribuyo monetariamente para distintas cosas con las dos dueñas de casa, y es seguro que, de modo indirecto, aporto a las arcas municipales de Quindimil y Espinosa.
Es a veces un engorro este amoroso desplazamiento de un punto a otro de nuestro extenso conurbano. Pero lo hago con gusto. Resumiendo, diré que viajo diciéndome que mi vieja, de 86 años, y a pesar de la vecindad de mi hermana, me necesita en la casa; y que a Cristina la necesito yo –en la vida.
Lo problemático, en un principio, estuvo dado por el tema de la ropa, ir y venir cargando siempre un bolso con algunas prendas indispensables. Pero, andando el tiempo, resolví eso dividiendo mi módico vestuario entre las dos casas, y como no tengo otras posesiones –soy medio budista-, la virtual mudanza quedó asì concretada, y el asunto de la doble vida se tornó más llevadero. Lo de los libros –vicisitud más bien espiritual, por lo que no la cuento entre mis propiedades- es otra historia.
La biblioteca está en casa de mi vieja, al igual que mi cama de una plaza, un placard, el equipo de música, un televisor, todo mi viejo cuarto en perfecto estado de conservación. De allá me traigo a lo de Cristina distintos libros que, por temporadas, quiero tener cerca. Cuando extrañó o necesito otros, los anteriores tienen que viajar de vuelta a Laferrere, porque el departamento es chico, Cristina tiene su propia biblioteca muy llena, y así mis libros tienen que ser literalmente de cabecera, abarrotando pronto la mesa de luz. Los títulos, entonces, van rotando. Pero el grueso de mi biblioteca (que el otro llamaría mi universo) está en Laferrere.
El otro día, digamos al comienzo del miércoles 15, Hugo leyó en Párrafus algo que nadie supo reconocer. Ya escribí sobre ese episodio. Hoy, todo lo anterior es para contar el asombroso modo en que descubrí de qué obra se trataba.
Aquel miércoles, por la mañana, cuando salí del trabajo fui a lo de mi vieja. Pensé un poco durante el largo trayecto en la lectura de la noche anterior –ya después del programa, a la madrugada, vía telefónica, le había pedido a Cristina que a la tarde siguiente, cuando saliera de la oficina, se fijara en alguna libreria cómo empezaba un determinado libro-, pero en cuanto llegué, después de ducharme y tomar unos mates, me metí en la cama y me dormí. A la hora de la siesta me levanté, le hice algunas compras a mi vieja, volvì, comì algo y salì de vuelta hacia el trabajo; esa era mi última guardia de la semana.
Al día siguiente, jueves, sí, me dediqué a rastrear yo mismo la lectura incógnita. Lo dije en lo que escribí aquella tarde: fui a Lomas y empecé la búsqueda en El Atril. No quiero nombrar a ninguno de los autores en los que pensé porque todos, quizá, están pendientes de ser leídos; el hecho es que fui de un sector a otro, de anaquel en anaquel, y la busqueda fue infructuosa. Me sirvió, sin embargo, para descartar algunos títulos y para pensar en otros autores. Al otro día iría al centro y continuaría la indagación.
Así fue. El viernes, después de un rápido repaso por las mesas de saldos de mis lugares de siempre, visité la librería Losada de la avenida Corrientes y de allí pasé a El Ateneo, de Florida. (¿Podría pedir a estos comercios una donación de libros para los niños analfabetos de Laferrere, ya que los estoy nombrando gratuitamente en nuestro exitosísimo Blog? Ya lo estoy pensando...)
No suelo entrar a estos locales de libros flamantes y luminosos –y caros-, pero en esta búsqueda debí dejar de lado todos mis prejuicios y resistencias –y mis resentimientos. La prolija disposición de los volúmenes por género o por autor parecía hacer propicio el descubrimiento que allí buscaba. Fui a Poesía, donde tal vez estuviera un volumen de entrelazados relatos de un exquisito poeta alemán en el que había pensado; fui a la escasa estantería de Ciencia-ficción (en El Ateneo) en busca de los libros de una autora norteaméricana, pero solo estaba su saga de fantasía heróica; fui a la multiple obra de un italiano muy popular en los sesenta y setenta, pero, previsiblemente, estaban nada más que sus libros más populares; busqué la trilogía que le había encargado consultar a Cristina, que se hizo película hace poco: estaba envuelta en plástico y no la pude hojear; fui a la G de un escritor francés, que resultó encontrarse en la R de su primer apellido... Fue ahí que entreví la verdad.
Hojeando los títulos de ese autor, pensé primero en sus compatriotas del noveau roman, en la escuela de la mirada, los objetivistas, creo que les dicen. Entrecerré lo ojos y rememoré la lectura misteriosa del último Párrafus (el 203), el énfasis puesto en lo que los protagonistas de ese primer relato (o capítulo) veían, lo puntilloso de las descripciones.
“Mientras subía, había mirado ya hacia la ventana de doble cristal y había visto algo aquí dentro; había visto algo que estaba sentado; había visto a alguien en camisón ante el fuego; me había visto sentado aquí dentro, sentado en la cama, ante el fuego.”
De aquellos franceses (en los que abrevó el Cortazar de “62 Modelo para armar”, dicen) recordé que tengo dos títulos. Los nombro sin decir los autores: “La modificación” es uno, “La hierba”, el otro. Y recordé otro delgado volumen que alguna vez compré y nunca leí completo, de un estilo parecido al de aquellos vanguardistas de los sesenta, pero de un autor de otra nacionalidad, primo, digamos, de los galos. Y seguía rememorando la lectura de Hugo:
“Al principio me tomó por otro. Con la mirada buscó rápidamente el lecho donde él había dormido con el segundo hermano, pero estaba vacío. Largo rato miró la cama vacía. En la almohada, dijo, le pareció ver la marca dejada por una cabeza...”
Ese librito estaba, por supuesto, en casa de mi vieja. Jamás lo traje a lo de Cristina. Es más, hacía años que no lo veía. Estuvo, desde que lo compré y lo hojeé, en la más escondida de mis improvisadas bibliotecas, en un rincón del cuarto. Esto lo recordaba bien. Aunque no los haya leído (quizá especialmente cuando no los he leído), sé perfectamente la ubicación de cada uno de mis libros.
Busqué un rato más en El Ateneo, mientras la paciencia de Cristina, con quien me había encontrado allí, lo permitió, y después abandoné. Subimos a tomar algo al barcito que este shopping de libros tiene en el primer piso, con vista a la peatonal, y después volvimos a su casa. Pero me quedé pensando en aquel título y aquel autor.
En algún momento me dije que no podía ser que Hugo hubiera elegido semejante obra. Es demasiado difícil. Si bien el autor tuvo más adelante su momento de auge, se filmaron un par de sus libros, escribió también teatro, aquella en la que yo pensaba es su primera novela, de 1966, y no sé si se habrá vuelto a editar en castellano. El volumen que yo tengo es del Centro Editor de América Latina, copyrigh 1980, traducción de Francisco Zanutigh Nuñez. Pertenece a una colección (La Nueva Biblioteca) que quizá algunos recuerden por sus tapas, que, amén del título y el nombre del autor, incluyen una pequeña ilustración en colores, rodeada de un texto en letras grandes con un breve resumen del contenido; además, este diseño de la tapa se reproduce tal cual en la contraportada. En el volumen del cual hablo, ese resumen reza: DE UNO DE LOS MAS BRILLANTES ESCRITORES JOVENES DE (...), UN RELATO INTRIGANTE, DONDE LOS HECHOS SE RECOMPONEN EN LA HISTORIA COTIDIANA DE UNA FAMILIA DE ALDEA, DE UN HERMANO AHOGADO, DE LA SOLEDAD DE UN NARRADOR CIEGO.
Sí, es claro, estos datos los estoy tomando del libro que tenía en Laferrere, donde se encuentra el relato (para mí capítulo) que Hugo leyó.
Después de pasar el fin de semana largo con Cristina (y trabajando, porque mi semana laboral inicia el domingo por la tarde), volví a lo de mi vieja recién este martes, día 21, y lo primero que hice fue ir al armario del rincón a buscar aquel delgado volumen de lomo blanco. Ahora bien: a pesar de los elogios que en el último tiempo me prodigan por doquier a raiz de estos monótonos escritos míos, creo que me va a resultar del todo imposible describir la emoción que se me echó encima desde esos estantes polvorientos cuando saqué el libro, lo abrí y leí su comienzo:
“Entonces, dijo mi hermano, yo estaba sentado frente a la estufa, con la mirada fija en el fuego."
Era ese. Después de tanta búsqueda en librerías de barrio, cuevas de libros viejos, mercantiles antros fluorescentes de libros multicolores, el misterio del Párrafus 203 se develó en mi lóbrega habitación de anacrónico adolescente, en la casa de mi pobre madre, en Laferrere.
Eran las siete y veinticinco de la mañana. Cristina, que tiene horario laboral de jefa, suele dormir hasta las nueve. Borracho de contento, sintièndome flotar entre las estrellas, no me importó nada. Tenía que compartir con alguien, inmediatamente, mi alegría. Si no, explotaba. Tomé el celular y escribí:
“Los m- mmm- mm- mmm, de mm mmm mmm mmm. Lo tengo!!!”
Es el mensaje que esa noche Cristina le mostró a Hugo en la presentación del libro. El puso cara de poker, me cuenta la más bella niña, le firmó muy afectuosamente nuestro ejemplar, pero no dijo ni que sí ni que no.
No importa. Yo sé que ya sé de qué lectura se trató la segunda incógnita del ciclo –por desgracia, o por suerte, cuando escribo esto ya tenemos una nueva incógnita. Y ahora también lo saben ustedes (o podrán saberlo, con las pistas que ya desde el tìtulo brindé), todos los amables lectores de este Blog.
Felicitaciones.

5 comentarios:

Quique Figueroa dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Quique Figueroa dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Quique Figueroa dijo...

Rescato el análisis de Marcelo Horacio.
Y como nos pegan aún mas los ininterruptus, frente a los casos donde se develan los misterios [principal y secundario].
De los Parrafus Ininterruptus: 128, 203 y 207, me paro en los dos primeros [los mayores a 200, son incognitus, aún].
Ambos transmitían ambientes ciertamente lúgubres, y puede que ese bajón no logre un enganche absoluto con la audiencia.
Pese a la sordidez del 203, un director de cine llevó a la pantalla una "hermana menor" de la novela leída, con resultados interesantes.
Tanto mas difícil...
Estos puntos suspensivos provocados por la lectura de corrido, nos llevan a indagar aún mas sobre las obras en cuestión.
Nada se pierde.

Anónimo dijo...

Marcelo: Felicitaciones y gracias por el empujoncito. Acabo de encontrar el 203.

Anónimo dijo...

Hola, Marce.
¿Sabés quién ganó el Nobel 2019?
Sísís: Peter Handke, este autor que nos tuvo tan a mal traer allá por la prehistoria de Parrafus. 
Hay que decir que tenía un gran ojo editorial el CEAL para haberlo editado en 1980 como "uno de los más brillantes escritores jóvenes de Alemania".
Acá tengo el librito. Ya no recuerdo si lo gané o lo compré por las mías.
Te extraño siempre.
Besos, M.