martes, 4 de diciembre de 2007

Historia de mis victorias: Nº 35 -y 44 (¡Con Metalectura!)

En el Párrafus del jueves 6 de setiembre (miércoles para mí) gané por última vez desde el Tobar Garcia, mi anterior destino laboral. La lectura fue “El testamento”, poesía de Francois Villon. Entonces yo no lo sabía, pero la semana siguiente se produciría mi inesperado traslado al banco que actualmente me acoge.
Aquella noche, desde cerca de las once, un corte de luz causaba dificultades diversas en el hospital.
Por mi parte, a partir de cierto momento empezó a afligirme que el tiempo pasara, se acercara la hora del programa y el bendito jefe de mantenimiento, a quien habíamos hecho venir desde su domicilio, no daba con la solución del desperfecto. En esas condiciones, yo no podía abandonar mi puesto del hall principal para ir con mi radio portatil a escuchar Párrafus al patio. Tuve que acompañar con la linterna a este hombre de un tablero a otro, del generador al pañol, de su oficina a la vereda, hasta que, alrededor de la medianoche, vencido, decidió llamar a Edenor. Si bien el corte era local (en la calle había luz), la falla, dijo el jefe, podía estar en un trasformador que está en la esquina de Carrillo y Brandsen.
Los minutos seguían pasando y el personal de la empresa no aparecía. Creo que llegaron justo sobre las 00.30. Entonces tomé el toro por las astas. Les presté la linterna (que no era mía, sino del cabo de la federal que me acompañaba esa noche) y dejé que solos siguieran verificando las instalaciones. Dije, para no acompañarlos, algo así como que yo ya había dado aviso de la falta de luz a mi base y que el supervisor, que podía venir en cualquier momento, debía encontrarme en la entrada. En cuanto salieron del hall, busqué mi radio y sintonicé Nacional. Pero el hall se había poblado de médicos y enfermeros que esperaban novedades (mi hoy amigo Pablo entre ellos), así que no era el mejor lugar para escuchar. Disimuladamente, resignando el más acogedor patio trasero, me escabulli en dirección al jardín de la entrada.
Cuando pude atender a la voz de Hugo, estaba anunciando que leería Poesía. “Bueno, tanto nervio en vano”, pensé; la poesía no es lo mío. Sin embargo, recordé que mi último triunfo, casi dos meses antes, había sido con el “Libro del desasosiego”, de Pessoa. Pensé también que el invierno, tal cual había presagiado en un texto para el Blog, venía de vacas flacas. Entonces, confiando inopinadamente en sacar fuerzas de flaquezas, saqué el celular del bolsillo de la camisa y seguí escuchando.
Paseándome a lo largo de la alta verja que separa el jardín de la vereda, esforzando el oido ante los veloces colectivos que a esa hora todavía aturden la sórdida calle del hospital, mirando cada tanto hacia el hall para ver si los técnicos volvían de su recorrida, escuché con ansiedad el comienzo de la lectura. Enseguida se presentó mi ángel.
Primero llamé para preguntarle a Lucas si el autor era Villon. Lucas dijo que sí, pero yo no tenía idea del título del poema. No recuerdo si llegué a tirar “Baladas”, que, por supuesto, no sería aceptado. Corté y seguí escuchando. Seguía paseándome y mirando hacia adentro. En eso, se omite una palabra, y en lo que siguió me pareció discernir algo así como la típica formula de un escrito testamentario. Me detuve en seco delante del portón entreabierto y, mirando fijamente la calle, volví a marcar. Nuevamente me comuniqué. Entonces afirmé: “El testamento”, de Francois Villon.
Y así volví al triunfo.

Le conté a Hugo la circunstancia por la que estaba pasando y él se ofreció a pedir ayuda a través de Nacional. Le agradecí, pero aclaré que el teléfono funcionaba y ya habíamos llamado a Edenor. Además, nunca quise, mientras estuve ahí, decir por la radio en cuál hospital trabajaba –no por razones “de seguridad”, sino de respeto a los pacientes y sus familiares, que, quién sabe, alguno podía estar escuchando.
Me gané el mismo libro de Villon que se estaba leyendo, con una selección de sus poemas y baladas, y aquel, puede decirse, fue el inicio de una nueva seguidilla de triunfos que, una vez dejado atrás el invierno, se extiende hasta... anoche.

Viene a cuento, hoy, esta nueva entrega de mi insoportable “Historia de mis victorias” porque anoche, lunes 3, cuando gané con la “Poesía vertical” de Roberto Juarroz, también estaba sin luz. No lo conté en la charla con Hugo porque parece increible, y hasta yo dudo de mi veracidad. Pero pasó así:
Aprovechando las inesperadas vacaciones que la empresa me asignó, al mediodía fui para la casa de mi vieja. Me quedaba a pasar la noche porque hoy, temprano, tenía que acompañarla a ver a su doctora de Pami. Agradable tarde y noche (aunque lejos de Cristina), rodeado de mis cosas: mis libros, mi música, mis películas. A las 00.30 llevo el viejo Sansei al living y me dispongo a escuchar el primer Párrafus de diciembre. Me repatingo en la mecedora de la vieja y me concentro en la voz del Huguito –como dice el Quique Figueroa. Hugo empieza felicitando a Lanús y a Juan Gelman, en ese –adecuado- orden. A Lanús, por el campeonato obtenido (que a un hincha de Chaca –Perenchio- también alegra), a Gelman, por el premio Cervantes. Y está recordando que en el Párrafus Interruptus 125 se leyó la “Oración del desocupado”, de Gelman (con la que ganó Luis Gobea, el hombre de De la Garma), cuando en Laferrere y aledaños, cuándo no, se corta la luz.
De repente, tiniebla y silencio, y siento pánico. ¿Qué hacer? ¡No puedo perderme el programa!
Salto de la mecedora, pensando en la radio a transistores de mi vieja, que a la noche ella tiene bajo la almohada o en la mesa de luz; pero, ¿cómo encontrarla en la oscuridad? (Además, ¿tendrá pilas?) Pienso en los fósforos que podría llegar a ubicar en la cocina, pero me pregunto dónde se guardarán ahora las velas. Empiezo a desesperarme. ¿Qué hago? Entonces, acostumbrándose mis ojos a la penumbra, me ilumino. Voy hacia el teléfono y llamo a Cristina.
Por suerte, ella no se había acostado. Le cuento en un vértigo lo que me pasa y le pido que suba el volumen de su radio y dejé el inalambrico junto al parlante. Ella me pregunta si estoy loco, pero lo hace. Primero no alcanzo a escuchar bien. Le grito que suba el volumen, pero ella, siguiendo mi primera indicación, ya abandonó el auricular. Me desespero. La voz de Hugo me llega muy apagada. Así no voy a poder identificar nada. Pero Cristina toma otra vez el teléfono y pregunta si escucho bien. “¡No!”, le grito, “¡Subí!”. Ella pone el volumen al máximo (me contó hoy) y entonces sí, sin importarme qué dirán sus vecinos del departamento de al lado, me dispongo a seguir el programa vía telefónica.
En el último momento me pregunto que haré si llego a descifrar la lectura. Sí, cortar y marcar el número de la radio. Pero eso, ¿cuantos segundos lleva? Entonces, como puedo, voy a mi pieza y vuelvo con el celular. Marco el 4325-7390 y levanto de nuevo el tubo. Hugo ya está empezando. Apoyo el pulgar sobre el boton Llamar del celular, y escucho.
El primer fragmento (o poema), desconocido. Pero enseguida:

“Una red de mirada
mantiene unido al mundo,
no lo deja caerse”

Entonces, perplejo, reconocí a Juarroz, aunque después, en la charla con Hugo, le atribuí a ese poema el final de este otro:

“Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí,
que solo yo me pienso,
y si ahora muriese,
nadie, ni yo, me pensaría.

“Y aquí empieza el abismo,
como cuando me duermo.
Soy mi propio sostén y me lo quito.
Contribuyo a tapizar de ausencia todo.

“Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.”

De lo demás, nada dije. En verdad, estuve menos parlanchín que de costumbre. Seguía perplejo. Después, cuando volví a llamar (porque Hugo pidió que aclare qué es eso de que “no me gusta la poesía”), le conté a Lucas que, como aquella vez con Villon, estaba a oscuras, esta vez en casa. Él primero no entendió, después tal vez no creyó, por último se asombró, y yo pensé que hice bien esta vez en mantener secreto el milagro. Pero más que nada me había quedado mudo.
Hasta ahora.


METALECTURA

Releyendo el relato de aquella noche sin luz en el Tobar, observo que mi victoria se produjo, por primera vez, lejos del patio, el comedor o el hall donde solía escuchar el programa. Mi última victoria en el hospital fue a un paso de la vereda, como presagiando mi venidera partida.

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