A Jorge Borges le gustaba este:
“La alta mujer dolorosa
venía del sur y estaba muerta.
El cansancio era dueño de su voz
cuando presenciaba la esperanza
creciendo hacia las tardes
en cuya luz indescifrable
el solitario anhelo perduraba
como un reino sin púrpura ni cetro.
Alguien la empobrecía desde lejos.
Ignorando las llaves
que franquean las ricas esperas
y los mecidos cielos,
tal vez era la sombra de una antigua delicia.
Las manos, las manos olvidadas,
las unidas y suaves perdiciones
y los queridos ojos sin codicia,
que ganaban y perdían el mundo,
serenos, y sabiendo.
Recuerdo aquella voz apenada y amiga,
y la ciudad, de pronto, incierta y decaída
bajo un cielo gastado y entre adioses.
Entonces parecía que cesaba una música.
La alta mujer, la rosa desganada,
tal vez aquella tarde
miraba desde un tiempo recóndito y futuro,
y un lúcido silencio se volvía,
un desierto esplendor, un descuidado mundo.
Para que la tristeza tuviera un hombre
yo me ofrecí a esa luz cordial, a esa callada.” (1)
El poema se llama “Ultimas tardes” y pertenece a Carlos Mastronardi, el poeta entrerriano tan amigo de Borges. Así cuenta don Jorge Luís sobre esa amistad:
“Mastronardi es uno de los primeros escritores que yo conocí cuando volví de Europa, al cabo de una larga ausencia, el año 1921. Nos hicimos muy amigos. Y él me dijo después que él en primer término había buscado mi amistad porque sabía que otro poeta entrerriano, Evaristo Carriego, había sido muy amigo de nuestra casa. De modo que lo que él buscaba en mí, al principio, era una suerte de reflejo de Carriego, ya que yo, siendo chico, lo había conocido a Carriego, pues habíamos compartido el mismo barrio, las orillas de Palermo (de ese Palermo cuyos guapos y cuyos conventillos él cantó en ‘La canción del barrio’ y en ‘El alma del suburbio’). Pero, después, ya encontramos otros temas en común. Nos hicimos muy amigos y nos dimos al curioso vicio de descubrir la ciudad de Buenos Aires. De suerte que yo recuerdo muchas noches y muchas madrugadas pasadas con Carlos Mastronardi, desflorando los fondos de Palermo, el bajo de Saavedra, el barrio de la Chacarita, el puente Alsina, las largas y apacibles calles de Barracas, y discutiendo siempre sobre problemas estéticos, ya que la poesía era nuestra pasión. Felizmente, no estábamos del todo de acuerdo: podíamos discutir, siempre amistosamente, se entiende. (…) Con Mastronardi tengo una amistad de tipo peculiar, porque es una amistad que puede prescindir de la frecuentación. Vivimos cerca uno de otro, él vive en el hotel Astoria, en la avenida de Mayo. Podemos pasar meses enteros, muchos meses, sin vernos, aunque ahora nos vemos en la Academia Argentina de Letras, pero eso no significa que nuestra amistad haya disminuido en modo alguno. (…) El caso de Mastronardi me parece raro en la historia de la literatura, porque, aunque ha publicado varios volúmenes, y últimamente un admirable libro de recuerdos titulado ´Memorias de un provinciano´, él sigue siendo una suerte de homo unius libri, (hombre de un solo libro): él sigue siendo autor de ese poema dedicado a Entre Ríos, a la nostalgia de Entre Ríos. Y yo diría que una de las razones que hacen que Mastronardi viva, solitario y noctámbulo, en Buenos Aires, es que en Buenos Aires puede sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, que él quiere tanto.” (2)
En estos últimos años, a su vez, se publicó un libro sobre Borges recopilado de los papeles dejados por Mastronardi. De allí (de un extracto que encontré en el sitio de La Nación), copio este fragmento:
“El interés que en él despiertan los libros, nada tiene de sistemático. No se somete al orden sucesivo que fijó el autor, sino que saltea páginas o vuelve sobre las ya leídas, según las exigencias de su curiosidad y de su gusto. Se detiene aquí y allá, retoma la marcha y a veces prescinde de algunos capítulos, pues su naturaleza le impide hacer de la lectura una grave ceremonia, y mucho menos un deber fríamente impuesto a su espíritu. Quizá no leyó todo el Quijote; quizá no leyó todas las cláusulas y períodos que integran El mundo como voluntad y representación, pero vuelve siempre a esas obras, con las cuales mantiene íntimo trato desde sus años mozos. A lo largo de lustros y decenios, muchas noches lo vieron repasar las páginas de aquellos libros que, si ya no le traen sorpresa, hoy como ayer responden a sus apetencias profundas. Regresa a los pasajes o las líneas que lo tocan de manera esencial. No asume la obligación, pongamos por caso, de estudiar todo Berkeley, todo Hume o todo Carlyle, pero siempre está con ellos. Por lo demás, Borges separa con prontitud lo principal de lo accesorio. Su agudeza inquisitiva le permite discernir y desprender, aun de los textos más farragosos, la virginal riqueza que nos traen. Esta pericia de rastreador merece destacarse; es sabido que muchos lectores se pierden en la maraña de frases digresivas y de proposiciones incidentales que acumulan filósofos y ensayistas.
“Respecto de las novelas, Borges estima que, a diferencia de las narraciones breves, son obras para entrar y salir, pues en ellas importan los quietos caracteres o los graduales ambientes, no los hechos que se precipitan hacia un fin determinado. El deleite que encuentra en Proust y en Joyce es de tal índole que no puede seguirlos con el solo afán de informarse acerca de ellos, como si fueran dos objetos de solemnes estudios monográficos. Borges los llama y convoca desde su propia intimidad, sólo atento al noble agrado que le dispensan. De ahí que pueda hablar de estos escritores y de muchos otros, clásicos o modernos, con la misma soltura con que habla del reciente acto literario o del amigo con el cual acaba de encontrarse.”
Y también había incursionado en el tango el poeta. Encontré esto:
Sabor de Buenos Aires
[Tango, 1966]
Letra: Carlos Mastronardi
Música: Miguel Caló
Anduve solo y perdido
en la neblina del barrio.
Cuando en cada café y en cada esquina
se me ganaba al corazón un tango.
Buscando sabor de Buenos Aires
pasé por unas calles que hoy cambiaron
y en los mismos cafés vi hombres solitarios
que de su juventud vinieron con sombreros,
y así nomás quedaron
leyendo un viejo diario.
Sentí todo el sabor de Buenos Aires
llegando del pasado
caminando por las calles de recuerdos palpitantes
y en un umbral, sentado, igual que antes
oyendo un viejo tango,
vi un hombre silencioso;
callado, parecía misterioso
cantando, era el patrón de Buenos Aires.
Carlos Mastronardi, a todo esto, es uno de los dos autores leídos esta semana en Parrafus. Sí, dos. Solamente dos en este nuevo agosto agostado.
(El fin de semana pasado ironicé con que hubo tres escritores en los cinco Párrafus. Esta semana, el Señor me castigó y apenas tuvimos dos.)
El lunes, de acuerdo a lo anunciado en el final de la semana anterior, Hugo estuvo ausente. Y la semana que se inició el martes con “Luz de provincia”, del poeta entrerriano, se cerró el miércoles con la novela del otro Carlos (Gamerro), “La aventura de los bustos de Eva”. Después, jueves y viernes, programas grabados –demasiado recientes, por cierto (“¡Producción!”).
Se lo había escuchado un tanto opaco a nuestro conductor el miércoles, y él mismo contó que no se sentía bien de la gola. Agradeció, también, que Julián Sánchez, el profe de Témperley, interrumpiera a los 28 segundos la lectura de la novela de Gamerro. Sin embargo, sostuvo después una clara y sustanciosa charla con el autor, que contó algunos pormenores acerca de su extraña obra…
Pero acerca de las reiteradas faltas de Hugo, debo hacer un mea culpa.
Quizá excesivamente confiado en la llegada de este Blog (lo cual se agradece), el susodicho tuvo la idea de avisar mediante un mail a nuestra redacción que el jueves no concurriría a hacer el programa, y que quizá el viernes tampoco. Pero hete aquí que, por una serie de dificultades, compromisos y sinsabores, en esta semana apenas pude asomarme a mi casilla, brevemente, cuando esa intención de dar aviso desde aquí ya era imposible. (Se habrá notado que tampoco me hice presente en el Blog, ni siquiera con mis breves sinopsis del último tiempo. Para el triunfo de Julián, quien la última vez había ganado con “La aventura de un fotógrafo en La Plata”, se me ocurrió un buen título: “Las aventuras de Julián Sánchez” o “Julián Sánchez, el aventurero”, pero no tuve oportunidad de aprovecharlo.) En lo que sí puedo cumplir todavía es en hacer el desafortunado anuncio de que este próximo domingo-lunes (hoy) tampoco habrá Parrafus, esta vez por un viaje de nuestro conductor -a quien suponemos, por otra parte, ya repuesto de su disfonía. Por tanto, el augusto certamen sería retomado recién en la trasnoche del lunes. Por ahora, en los escasos siete juegos del mes, saludablemente tuvimos siete ganadores distintos -incluido uno nuevo.
A propósito, no se dijo todavía que con la poesía de Mastronardi volvió a ganar después de un tiempo (después de lo castrante que le resultó “El eunuco”, dijo Mario) el humilde Mario Tsolakian. A este apreciado compañero oyente le comunico que, con esta, llega a su decimosexta victoria del 2009, con lo cual queda cumplido su modesto deseo de igualar su marca del año pasado. ¡Pero todavía falta alcanzar y superar a la Cornejo, Mario, mi pollo! ¡Vamos todavía!
Estuve leyendo sobre Carlos Gamerro, a quien solo conocía de nombre por su novela “Las islas”. Y sobre “Las islas”, sabiendo que trata el tema de las Malvinas, siempre pensé que sería una cosa testimonial y bienhechora. Pero parece que no. Parece que se acerca más a “Los pichyciegos”, de Fogwill, que a “Iluminados por el fuego”, por ejemplo… Aunque, en realidad, creo que no hay muchos más ejemplos de ese tema. Creo que se escribió poca ficción al respecto, menos de la poca que se escribió sobre los años del proceso y sus alrededores.
Y después resulta que el tal Gamerro tiene esta “La aventura de los bustos de Eva”, un verdadero desaforamiento. Ya por lo que recordaba Julián en su charla con Hugo y el autor (algo acerca de un gerente que aprueba o no a los postulantes de acuerdo a la acogida que ofrezcan a un dedo de bronce), ya desde ahí me pareció que este Gamerro tiene, por lo menos, imaginación, algo escaso en otros novelistas de su camada, tan “escritores” ellos.
Copio una reseña que encontré por ahí.
“Fausto Tamerlán, presidente de Tamerlán e hijos, ha sido secuestrado por Montoneros, quienes entre otras exigencias han puesto la de colocar un busto de Eva Perón en cada oficina de la empresa – noventa y dos bustos en total. El encargado de adquirirlos será el jefe de compras Ernesto Marroné, quien muy pronto advertirá que hacerse de los bustos, lejos de ser un trabajo de rutina, es una misión sólo apta para ejecutivos de talla heroica. Pero Marroné, devoto lector de Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, El samurai corporativo y otros libros de autoayuda y gestión empresarial, se siente el hombre providencial capaz de llevar a buen término la difícil misión, salvando a su presidente y así ascendiendo varios puestos en la resbaladiza pirámide del poder empresario.
“La búsqueda de los bustos lo llevará, en un periplo entre picaresco y heroico, por los distintos ámbitos – desde la empresa a las fábricas sublevadas y al corazón de las organizaciones guerrilleras - de una Argentina que todavía se debate entre las amenazas de la dictadura y las promesas de la revolución. Al calor de los acontecimientos, e inspirado y fortalecido por la lectura de su nuevo libro de cabecera, Don Quijote, el ejecutivo andante, Marroné llegará a verse como un moderno caballero con una misión trascendental: penetrar el misterio de esa figura mítica llamada Eva Perón. Porque un ejecutivo andante también necesita de una dama a la cual servir, una dama que entre otras cosas le enseñará que “todos, en esta vida, tenemos nuestro 17 de octubre.” Marroné está convencido de que el suyo está golpeando a las puertas y llegará cuando resuelva el misterio de Eva Perón, cifrado en esos bustos que tan esquivos se le han vuelto.
“Volviendo sobre historias y personajes de su novela Las Islas, Carlos Gamerro ofrece en La aventura de los bustos de Eva un libro absolutamente original que, a partir de una prosa satírica, inteligente y ácida, propone una mirada dislocada sobre el pasado argentino reciente.
(…)
“Egresado de Letras de la UBA, docente y traductor, el autor afirma con esta novela un proyecto narrativo sólido, que se inició con Las Islas y continuó con El sueño del señor juez (2000) y El secreto y las voces (2002). Mucho del delirio, el derroche y la sátira de Las Islas se retoma en esta novela, aunque enfocado ahora en temas que tensionan más provocativamente el horizonte de lectura: los montoneros, Eva Perón y su fusión en la "Evita montonera". La novela comienza con un prólogo engañoso: el protagonista Ernesto Marroné, ejecutivo de la constructora Tamerlán, descubre un póster del Che Guevara en el cuarto de su hijo y decide "que el momento de hablar de su pasado guerrillero había llegado". Descrito con todas las marcas estereotipadas del ejecutivo de los noventa (residencia en un country, práctica de golf, educación en el St. Andrew´s, pasado de rugbier), Marroné encarna a un pusilánime bovarista que conduce su vida según los dictados del libro Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie, y otros volúmenes de autoayuda y gestión empresarial tales como Don Quijote, el ejecutivo andante o El samurai corporativo. Su "pasado guerrillero" no es más que la broma anticipatoria con la que nos recibe la novela; Ernesto Marroné es el blanco perfecto sobre el cual volcar una larga aventura en una fábrica tomada, en la que se involucra por azar, y su progresiva fascinación por Eva Perón. La hora del "heroísmo" le llega a Marroné cuando debe hacerse cargo de la última exigencia de los montoneros para liberar al gerente, Fausto Tamerlán: colocar en cada una de las noventa y dos oficinas un busto de Eva. En el contexto de los años previos al golpe, su búsqueda se convierte en un calvario similar al del pobre Cándido de Voltaire: la yesería a la que acude por el pedido es tomada por los trabajadores, bajo la coordinación de montoneros. Lo retienen como rehén junto al resto de la gerencia y en las largas horas de cautiverio, asiste a una descontrolada fiesta de alcohol y prostitutas que los sindicalistas corruptos facilitan a sus jefes. Liberado de ese sector, intenta reanimar a los administrativos con sus inefables técnicas de autoayuda, pero provoca una decadente rebelión de oficinistas. Más tarde, se "proletariza", logra pasar por dirigente montonero y resuelve patéticamente las riñas de la toma. Escapa de la represión policial, se esconde en una villa y finalmente se topa por azar con la "Fundación de Ayuda Sexual Eva Perón", donde varias decenas de símiles de Eva deleitan a los clientes. Entre los varios aciertos de la novela, se encuentran las prácticas lectoras de Marroné, dado que sus reacciones catárticas son la clave de su posterior fascinación por Eva. Porque Marroné, que comienza el periplo sin ningún interés particular por los bustos, durante la toma se topa con una fotonovela, "Evita montonera", y cae presa del relato. El poder que irradia el mito peronista captura incluso a un yuppie "apolítico" y es tan prolífico que permite que se lo someta a las más torcidas lecturas. Para Marroné, Evita es "la mujer-samurai" y un modelo de liderazgo que daría motivo al libro Eva Perón en la empresa. Sus ideas ridículas ilustran, con óptica exacerbada, los usos y la mecánica de los mitos en la Argentina. Por otro lado, como ya sucedía en Las Islas, aparecen en esta novela escenas antológicas en donde lo sexual desborda, explota desmesuradamente, condensando una clave, a su vez, sobre las relaciones de poder. A la inicial escena en la que Tamerlán veja a un azorado Marroné (una particular forma de capturar el "alma de sus empleados"), le sigue, ya hacia el final, el recorrido por la Fundación de Ayuda Sexual Eva Perón, un prostíbulo "temático" donde altos ejecutivos, militares y en menor medida sindicalistas nostálgicos van no sólo a saciar apetencias sexuales sino también a expiar la intensa pervivencia del mito. Las palabras que Gamerro pone en boca del guía del prostíbulo arriban a una maravillosa síntesis, la que cifra en clave sexual las esquirlas que el peronismo desperdigó y que aún punzan sobre los cuerpos: "Acá, en general, vienen dos clases de personas. Están los que vienen a humillarla, y están los que vienen a dejarse humillar por ella". Mientras este tratamiento de Eva continúa y extrema una línea rastreable en obras de Copi, Leónidas Lamborghini o Néstor Perlongher, la desacralización de la figura del militante a través de la risa es, paradójicamente, una de las propuestas más serias y actuales de la novela. La risa confronta al lector con sus propios límites y lo fuerza a preguntarse por los fundamentos de esos límites. Algunos considerarán que la militancia armada de los setenta no es tema de bufonada; otros, que Eva Perón no es motivo de sátira. Pero La aventura de los bustos de Eva, en su vivisección de mitos operantes y en su desacralización de figuras hiperbólicamente canonizadas o denostadas, propone un efectivo lenguaje literario que se le anima, al menos, a dos fantasmas que todavía se entrometen en la lectura de esos años: la culpa y el mensaje, acaso involuntario, del miedo.” (3)
Debe estar cara todavía esta novela, si no me la compraba. Y ¡qué picardía! Julián Sánchez, que ya la tiene, se la ganó la otra noche. ¿No me hacés precio, Julián?
Reservé para el final algo más sobre Carlos Mastronardi. Esto lo copio de un libro de Luis Gregorich, otro de aquellos valiosos hombres de Humor. El volumen se titula “Tierra de nadie”. Es una recopilación de artículos y reseñas sobre libros, autores y diversos asuntos culturales. El subtítulo es “Notas sobre literatura y política argentinas”. Está editado en 1981 por la editorial Mariano Moreno, que, a juzgar por el logo en la tapa, tenía que ver con el conocido Instituto Superior Mariano Moreno. Lo encontré hace un par de años en la librería “De las luces”, de avenida de Mayo casi Bernardo de Irigoyen.
Copio la primera parte del artículo titulado “Un caballero rural en Buenos Aires (A propósito de la muerte de Carlos Mastronardi)”, donde se cuenta la característica del poeta que más me gustó conocer.
“Ahora será fácil evocarlo como un dulce poeta angélico, como un provinciano tempranamente demorado en Buenos Aires, con su blanco rostro clownesco que animaba la silenciosa comedia de la noche porteña. Será fácil escudarse en la anécdota: recordarlo en las interminables tertulias del Tortoni, o cruzando cansinamente, a la madrugada, la avenida de Mayo para irse a dormir -como los actores y las coristas- hasta las dos o tres de la tarde, cuando el sol empezaba a ser menos crudo. Pero también otra imagen es lícita: una cortesía perversa, un temible candor eran capaces de clavar rotundos alfileres en la piel del mundo y de los seres que lo rodeaban. Ni siquiera sus mejores amigos -ni el amigo que él, sin duda, más quería- quedaban a salvo de algunos chistes atroces. Poseía la mayor destreza para profesir ciertos elogios que terminaban por devastar al destinatario: aquel poeta sobresalía por su “recatada imaginación”, aquel otro ensayista se destacaba por su “ingenio cauteloso”… Ni angelismo ni malignidad: sólo una acerada inteligencia poco común en estas playas pródigas en efusión sentimental.
Carlos Mastronardi había nacido en Gualeguay (Entre Ríos) el 7 de octubre de 1901. Su padre era agrimensor y amante de la matemática: ahí habrá que arraigar la pasión por la exactitud del futuro poeta. Hizo su bachillerato en el tradicional Colegio Nacional de Concepción del Uruguay; los estudios de abogacía en Buenos Aires hubieron de ser previsiblemente abandonados. En su provincia, se hizo precozmente amigo de Juan L. Ortiz; mientras éste hasta hoy sigue siendo fiel a Entre Ríos, Mastronardi se radicó en la capital Federal ya a comienzos de la década de 1920, y rápidamente se integró al grupo de la revista Martín Fierro, aunque sin ser nunca uno de sus militantes asiduos. Allí comenzó su larga amistad con Jorge Luís Borges.
“En 1926, el gran año de la literatura argentina, publicó su primer libro: “Tierra amanecida”, en cuyos bucólicos y tersos poemas vibraba una reacción antimodernista y una afinidad con el estallido metafórico del ultraísmo. De 1930 data su segunda obra, “Tratado de la pena”, que él mismo retiró de circulación inmediatamente. En 1937 publicó su mejor colección de poemas: “Conocimiento de la noche”, al que pertenece “Luz de provincia”, su clásica pieza de antología con el inolvidable final:
“Este ocaso confunde mis tiempos. Vuelve un canto
siempre dulce. La dicha se parece a esta ausencia.
Quedo en la brisa, tierno de campo, libre, oscuro.
Una vez yo pasaba silbando entre arboledas.”
(…)
También me gustó esta frase de Mastronardi, encontrada por ahí:
"La poesía lírica, para muchos de sus cultores locales, excluye todo plan y no supone sacrificio alguno. Permite seguir la línea del menor esfuerzo: todo consiste en dejarse llevar”
Ahora, por mi parte, siendo las tres de la madrugada del domingo, faltándome cuatro horas todavía para terminar mi guardia, dejo esto acá y, disimuladamente, sentado entre mis monitores vacíos, mientras espero que a las imágenes externas las llene la anunciada lluvia, voy a dejarme llevar hasta las siete -o hasta que me sorprenda el encargado- por la cabalgadura del sueño.
Buenas noches.
Buenos días.
(1) “Conocimiento de la noche”, 2ª edición -definitiva-, Raigal, 1953
(2) “Siete conversaciones con Jorge Luís Borges”, Fernando Sorrentino, Casa Pardo, 1973
(3) Soledad Quereilhac, La Nación, 28 de noviembre 2004.
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