miércoles, 7 de enero de 2009

2008, un anclaje temporal

Este fin de año, por fin, lo pasamos solos. Porque ya no estamos solos.
Cristina desistió de ir a casa de sus padres. Yo ya ni planteo ir a pasarlo con mi vieja en los confines de La Matanza, donde después no hay transporte para volver. Y ni ella ni yo somos tan sociables como para reunirnos con amigos, vecinos u otra parentela. Nos quedamos los tres en casa, entonces, esperando calmadamente el 2009.
Esteban se durmió alrededor de las once, como siempre. Tiene muy buen dormir, así que no nos reencontraría, excepto quizá en sus sueñitos, hasta la mañana. Pero nosotros, a las doce, fuimos a brindar al lado de la cuna, en la penumbra. Cada uno se inclinó a darle un beso silencioso, después nos besamos el uno al otro, y entonces, cuando ya salíamos del dormitorio, vi algo. Lo vi clarito, pero con la claridad de una visión.
Mirándolo dormir culito para arriba, vislumbré un número. Como en esa novela de terror apocalíptico que ya aparecerá en Párrafus, como aquel 666 en la cabeza de Damien (signo de maldad demoníaca que yo atribuí siempre a todos los niños), vi que en todo su cuerpo destellaba un 2008 grandote, chiquito como él, fosforescente, enceguecedor, inconfundible… y supe que eso me indicaba que esta vez, este año, el año en que nació, no se iría como todos, no quedaría atrás, no se perdería, sino que permanece para siempre con nosotros, latente y rejuvenecedor, encarnado en el Fulanito.
En realidad la visión fue mejor que esto. Pero como Cristina está amamantando y solamente se mojó los labios, la botella de sidra me la tomé yo, y como no tengo costumbre, en el estado en que me puse esto es lo mejor que pude escribir. Y ahora voy a destapar otra.
Salud.

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