"Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tu el lector de estos ejercicios, y yo su redactor" Jorge Luis Borges
jueves, 29 de enero de 2009
Regresar a Primo Levi
Años atrás, compré un libro de bolsillo un tenderete de saldos editoriales en la romana Via del Corso.
Es de tapa blanda y papel de escasa calidad.
Con el uso, sus páginas se han arrugado; y su portada, originalmente blanca, tiende al color incierto. Pero en mi biblioteca, en la que no faltan ni clásicos ni vetustos volúmenes de cierto valor, este humilde libro de bolsillo ocupa un lugar central. Cambió mi percepción de la existencia humana.
Contiene dos narraciones, Se questo è un uomo y La tregua, que relatan la experiencia de Primo Levi, un hebreo turinés que conoció el infierno de Auschwitz.
Levi se impuso la misión de describir aquel infierno.
En 1947 consiguió publicar Si esto es un hombre en una pequeña editorial, pero la narración pasó desapercibida.
Europa había descubierto con horror, sí, la barbarie nazi, pero la desolación era enorme, nadie quería escuchar penalidades.
Once años más tarde la reeditó Giulio Enaudi y por fin llegó a millones de lectores.
Primo Levi describe en ella la experiencia límite de la humanidad: la extrema postración con que los judíos (y los gitanos) se enfrentaron a la experiencia del mal absoluto: querían exterminarlos por completo de la faz de la tierra.
Describe Levi el infierno planificado por la culta Alemania nazi, huyendo de toda la retórica. Usando los desapasionados recursos de la prosa científica, sin adherencias sentimentales, sin concesión a la épica o a la sacarina elegiaca, huyendo del detallismo morboso, refrenando el resentimiento. Trascendiendo al anecdotismo de tantas películas y de tantas obras testimoniales, su relato conquista la verdad profunda de los campos de exterminio nazi, a saber: el exterminio de una parte de la humanidad sólo es posible si el verdugo consigue deshumanizar a sus víctimas. Si consigue verlas, no como personas, sino como bestias inmundas.
En efecto, en los campos de exterminio no solamente abundaba la muerte y la desolación, sino una inmensa cantidad de normas aparentemente arbitrarias que se imponían con rigor maniaco a los encerrados.
Vagones de ganado, que nunca se abrían, lo que obligaba a los deportados a yacer durante días entre sus propias heces.
Sustitución del nombre por un número; que se tatuaba en la piel, como se marcan las reses.
La escasez de cucharas para obligar a los prisioneros a tomar el acuoso mejunje a la manera de los perros.
El uso de los cuerpos como ratas de laboratorio para experimentos.
El aprovechamiento de los cadáveres (no sin antes haberles arrancado los dientes de oro) como materia prima: grasa para jabón, cabello para el textil, cenizas como fertilizante...
Atención: lo verdaderamente significativo de estas normas no es el dolor que causaron en las víctimas.
Ni en el horror que provocan en el lector civilizado (así los usa el cine, tan emocional).
Ni, por supuesto, en el sadismo de los verdugos (el peor cine banal pone ahí su acento, tranquilizando la consciencia del espectador, cuando en realidad los soldados que controlaban los campos no eran ni sádicos, ni locos, ni, muchos de ellos, ideológicamente nazis: eran gente como usted, como yo).
Sistemáticamente impuestos, estos mecanismos de bestialización cumplían el objetivo de deshumanizar a las víctimas.
Condición imprescindible para poderlas después exterminar sin escrúpulos.
Regreso a Primo Levi para recordar en qué desembocó medio siglo atrás el prejuicio antisemita.
Un prejuicio fosilizado en la tradición hispánica, que idealizó a golpe de inquisición la pureza de sangre y el desprecio a los marranos. Tradición que revive en los ataques ad hominem que reciben los escritores Culla, Rahola y Villatoro (la vieja insidia: no tienen opiniones libres, están vendidos al sionismo, versión moderna del usurero de antaño).
Escribo en una ciudad, Girona, que obtiene agradables beneficios turísticos de su pasado hebreo, pero que en la edad media, antes de la expulsión de los judíos, incendió por dos veces el Call (judería).
Todo esto pesa. No lo olvidemos, a la hora de censurar los errores de Israel. Regreso a Primo Levi para refrescar el verdadero sentido de las palabras nazi, genocidio y holocausto, que nunca deberían usarse en vano.
La respuesta militar de Israel contra los ataques de Hamas ha causado más de 1.000 muertos: es, pues, un error trágico. Colosal. Pero asociar la cruz gamada a la estrella de David y afirmar que ahora los judíos hacen a los palestinos lo que les hicieron a ellos es desconocer el significado histórico del nazismo. Es trivializar la experiencia del mal absoluto.
La izquierda propalestina debería mantener los ojos muy abiertos en este punto, pues coquetea con prejuicios muy peligrosos y enraizados.
Dicho lo cual, creo que si Primo Levi viviera, reflexionaría ahora como hizo en unas severas declaraciones a La Repubblica en septiembre de 1982, después de la masacre de los campos palestinos de Sabra y Chatila: "Los argumentos que nosotros, los hebreos de la diáspora, podemos oponer a Menahem Begin son dos, uno moral y otro político.
El moral es el siguiente: ni tan siquiera una guerra justifica la perversa vía sangrienta de Begin.
El argumento político está claro: Israel se está precipitando hacia el aislamiento total.
Debemos contener los impulsos de solidaridad emotiva con Israel para razonar con la mente fría sobre los errores de la actual clase dirigente israelí.
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