miércoles, 8 de abril de 2009

Penúltimo ruso o "Albertina desaparecida" II


Miércoles 08 de abril
Cuento: “Primer amor”
Autor: Ivan Turguenev (1818-1883)
Ganadora: Verónica Cornejo

I
Los invitados se habían despedido hacía ya largo rato. El reloj acababa de dar las once y media. Sólo nuestro anfitrión, Sergio Nicolaievich y Vladimiro Petrovich permanecían aún en el salón.
Nuestro amigo llamó e hizo retirar los restos de la cena.
-Así que estamos de acuerdo, ¿verdad, señores? -dijo, arrellanándose en un sillón y
encendiendo un cigarro-. Cada uno de nosotros ha prometido relatar la historia de su
primer amor. Usted empezará, Sergio Nicolaievich.
El interpelado, un hombre bajo, rubio, de rostro abotargado, miró a su anfitrión y
después levantó los ojos al techo.
-Yo no he tenido primer amor -declaró, al fin-. Yo empecé directamente por el
segundo.
-¿Cómo es eso?
-Simplemente. Tendría a la sazón unos dieciocho años cuando me dio la fantasía de
hacerle un poco la corte a una joven, por cierto muy bonita, pero me comporté como si
aquello no fuese nuevo para mí; exactamente como lo he hecho posteriormente con
otras. Para ser sincero, mi primero -y último- amor, se remonta a la época en que tenía
seis años. El objeto de mi pasión era la niñera que cuidaba de mí. Esto queda muy lejos,
como pueden ver, y los detalles de nuestras relaciones se han borrado de mi memoria.
Por otra parte, aunque los recordara, ¿a quién podrían interesar?
-¿Qué vamos a hacer, entonces? -se lamentó nuestro anfitrión-. Tampoco mi primer
amor tiene nada de apasionante. Jamás había amado a nadie antes de conocer a Ana
Ivanovna, mi esposa. Todo ocurrió en la forma más natural del mundo: nuestros padres
nos prometieron, no tardamos en experimentar una inclinación mutua, y pronto nos
casamos. Toda mi historia se compendia en dos palabras. A decir verdad, señores, al
poner la cuestión sobre el tapete, yo confiaba en ustedes, jóvenes y solteros...
-El hecho es que mi primer amor no fue un amor trivial - intervino Vladimiro Petrovich,
tras breve vacilación.
Era un hombre de unos cuarenta años, de cabellos negros, ligeramente entreverados de
plata.
-¡Ah, menos mal!... ¡Empiece! ¡Le escuchamos!
-Pues bien, ahí va... Pero, no, no les explicaré nada, porque soy muy mal narrador y
mis relatos suelen ser secos y breves o largos y falsos. Si no tienen ustedes inconveniente en ello, prefiero consignar todos mis recuerdos en un cuaderno, y leérselos luego.
Sus compañeros, al principio, no estaban dispuestos a aceptar la proposición, pero
Vladimiro Petrovich acabó por convencerlos. Quince días más tarde, se reunían de nuevo.
Vladimiro había cumplido su promesa.
Y esto es lo que había anotado en su cuaderno:

II
Tenía a la sazón dieciséis años. Ello acontecía en el curso del verano de 1833.
Yo vivía en casa de mis padres, en Moscú. Habían alquilado una villa cerca de la
Puerta Kalugski, frente al jardín Neskuchny. Yo me preparaba para la universidad, pero
trabajaba poco y sin prisa.
Nada coartaba mi libertad: tenía derecho a hacer todo lo que se me antojaba, sobre todo
desde que me había liberado de mi último preceptor, un francés que jamás había logrado
hacerse a la idea de que me había caído en Rusia comme une bombe y se pasaba los días
enteros echado en su cama con una expresión exasperada.
Mi padre me trataba con tierna indiferencia; mi madre apenas me prestaba atención, a
pesar de que yo era su único hijo: la absorbían otra clase de preocupaciones.
Mi padre, joven y apuesto, había hecho un matrimonio de conveniencia. Mi madre,
diez años mayor que él, había tenido una existencia muy triste: siempre inquieta, celosa y
taciturna, no se atrevía a traicionarse en presencia de su marido, al que temía mucho... Él,
por su parte, afectaba una severidad fría y distante... Jamás he conocido hombre más
seguro, más tranquilo y más autoritario que él.

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