O tempora!
O mores!
(¿Existían los signos de admiración en la antigüedad?)
¡Ah, que tiempos aquellos en que ganaba en Párrafus!
¡Ah, que costumbre aquella de ganar y ganar!
En esta semana de comunicativo reencuentro (como decía el peruano parlanchín), en la segunda noche de nuestro recobrado programa, me acordé de mi última victoria, allá en el lejano diciembre, con “Entrevista con un vampiro”. La autora de aquella noche fue Anne Rice. El de este miércoles, Elmer Rice.
Pero fue una semana accidentada, por diversas cuestiones, en la que se me hizo ardua la escucha. El lunes, por ejemplo, faltó el encargado de la noche y desde la jefatura tuvieron la desdichada idea de dejarme a mí como responsable del servicio. Temí lo peor: no poder sintonizar el programa justo en la noche del regreso del Hugo tras dilatada ausencia. Pero todo marchó bien, los compañeros respondieron como siempre, y alrededor de la medianoche pude incluso darme la orden de buscar un sitio donde escuchar con menos interferencia de lo habitual. En el área de recepción del edificio, entonces, en mi viejo puesto, escuché con unción la recuperada voz de nuestro conductor, que nos leyó…
Yo soy el Tenebroso, -el viudo-, el Sin Consuelo,
Príncipe de Aquitania de la Torre abolida:
Mi única estrella ha muerto, y mi laúd constelado
lleva en sí el negro sol de la Melancolía.
En la Tumba nocturna, Tú que me has consolado,
devuélveme el Pausílipo y el mar de Italia, aquella
flor que tanto gustaba a mi alma desolada,
y la parra do el Pámpano a la Rosa se alía.
¿Soy Amor o soy Febo? ¿Soy Lusignan o Byron?
Mi frente aún enrojece del beso de la Reina;
he soñado en la Gruta do nada la Sirena...
He, doble vencedor, transpuesto el Aqueronte:
Modulando unas veces en la lira de Orfeo
suspiros de la Santa y, otras, gritos del Hada.
Bueno, no sé si es esta exactamente la versión que escuchamos (creo que no), pero es la que encontré. La acompaño en todo caso con el poema en el francés original, con el que también nos amagó Hugo en un momento.
Je suis le ténébreux,- la Veuf, - l'inconsolé,
Le Prince d'Aquitaine à la tour abolie:
Ma seule Étoile est morte,- et mon luth constellé
Porte le soleil noir de la Mélancolie.
Dans la nuit du Tombeau, Toi qui m'as consolé,
Rends-moi le Pausilippe et la mer d'Italie,
La fleur qui plaisait tant à mon coeur désolé,
Et la treille où le Pampre à la rose s'allie.
Suis-je Amour ou Phoebus...? Lusignan ou Biron?
Mon front est rouge encor du baiser de la Reine;
J'ai rêvé dans la grotte où nage la Sirène...
Et j'ai deux fois vainqueur traversé l'Achéron:
Modulant tour à tour sur la lyre d'Orphée
Les soupirs de la Sainte et les cris de la Fée.
El soneto se llama “El desdichado” y es de Gérard de Nerval (1808-1855). Lo reconoció la joven Verónica Cornejo, de Lugano, quien, en charla con Hugo, relató el muy peculiar modo en que llegó a la poesía del desdichado francés. Parece que hace unos años (pocos) hubo una ficción televisiva llamada “Sol negro”, al comienzo de la cual, a modo de epígrafe, se citaban unos versos de donde los autores habían tomado el título. A Verónica le gustó el fragmento y buscó información. Así supo cuál era el soneto y quien era su autor. Y así, este martes, años después, en un formidable alarde de memoria y atentísima escucha, ganó el juego una vez más.
Pero esto no es nada. A la noche siguiente Verónica ganó de nuevo. Fue cuando Hugo repitió apellido, pero no autor –como ya hiciera con Martínez y con Anónimo. Leyó una pieza teatral del norteamericano Elmer Rice.
Cuando escuché el género que nos traía, casi me dejo llevar por el sueño que hacía presa de mí desde antes de las doce. Pero resistí, incólume y fiel. Incluso alcancé a percibir que, en el largo introito, la lectura omitía, repetida y claramente, la palabra ‘calle’ -y también ‘escena’, en una ocasión. ¿”Escena en la calle”?, me pregunté. Pero, ¿de quién? Era notoriamente de un norteamericano, pero en los ocho largos minutos de lectura no pude recordar a ninguno que ya no se hubiera leído. Entonces apareció Verónica, que esta vez pensó en obras de teatro con la palabra ‘calle’ y le vino la imagen de un afiche visto en el Municipal San Martín, donde se diera alguna vez algo titulado “Escenas de la calle”. Llamó, respondió, y efectivamente era “Escenas de la calle”, de Elmer Rice.
Medio masivo, en un caso, y arte de acceso restringido, en otro, coadyuvaron (¿?) esta semana para el nuevo lucimiento de la oyente de Lugano, que se demuestra, así, amplia y abarcadora.
Este es Elmer Rice –bastante respetable, aparentemente.
“Elmer Leopold Reizenstein (1892-1967) Nació en Nueva York, en cuya universidad estudió Derecho. En lugar de ejercer la profesión, empezó su carrera como dramaturgo con On Trial (1914), la primera obra de teatro estadounidense que emplea la técnica del flashback, importante tanto en literatura como en el cine. Rice fue un experimentador de las formas dramáticas. La máquina de sumar, una fantasía expresionista en la que satiriza los efectos deshumanizadores de las máquinas, se estrenó en 1923. Con frecuencia, los temas de sus obras son producto de su identificación con los menos favorecidos. La calle (1929), un drama realista ambientado en los suburbios de Nueva York, recibió el Premio Pulitzer de Teatro en 1929 y en 1947 fue adaptada a la ópera por el poeta estadounidense Langston Hughes y el compositor alemán Kurt Weill. En la década de 1930, Rice fue director regional del Federal Theatre Project (Proyecto de teatro federal). También escribió las obras Consejero legal (1931), Nosotros, el pueblo (1933), Juicio final (1934), Una nueva vida (1943) y La chica soñada (1945) que tratan los temas del nazismo, la pobreza durante la Gran Depresión y el racismo. Es autor también de novelas (Viaje a Purilia, 1930) y de una autobiografía (Minority report, 1963).”
El jueves el programa se inicia con una provocación gratuita de parte de nuestro conductor hacia quien esto escribe. Al mencionar sus dos últimas victorias, Hugo se pregunta si Verónica volverá a ganar también esta noche. ¿Y la noche siguiente? ¿Podrá ganar esta semana completa, alcanzando por primera vez en el ciclo cuatro victorias consecutivas?
Tratando de pensar bien, igual me asombra este olvido u omisión. Si precisamente la semana pasada (en “Efemérides”), al pasar, como para consolarme de esta nueva temporada de vacas flacas, yo recordaba… lo que ahora le demuestro a nuestro conductor con documentación fidedigna.
2006
12/12
107) Martha Lynch (ARG), “La señora Ordóñez”: Marcelo Perenchio (1´20”)
13/12
108) Arthur Rimbaud (FRA), “Una temporada en el infierno”: Marcelo Perenchio (0´49”)
14/12
109) Lawrence Durrell (IND/ING), “Justine. El cuarteto de Alejandría”: Marcelo Perenchio (0´27”)
19/12
110) Patricia Highsmith (NORT), “El talentoso señor Ripley”: Marcelo Perenchio (0´35”)
(Tal vez, para algún lector inocente, valga la pena recordar que, por entonces, Parrafus iba tres veces por semana, lo que explica ese salto del 14 al 19 de diciembre.)
El hecho es que, tras esa fallida invocación, esa noche no fue ni para el Triunfador Abolido ni para la Venidera Reina. El jueves llegó un ganador nuevo, el primero del 2009, el número 70 del ciclo.
Se leía una novela. Policial, a simple vista. Italiana, presumiblemente. De Andrea Camilleri, comisario Montalbano mediante. Pero había que ser especialista, o admirador, de este nuevo famoso viejo tano para saber el título. Lo es Ramón Tarruella, el joven profesor de filosofía que apareció para alcanzar su primer triunfo.”La voz del violín”, respondió.
En la larga charla de bienvenida, Ramón reveló que es hijo del Alejandro Tarruella, quien fuera compañero de Hugo en la revista Humor. Creo recordar que compartían la sección de espectáculos, especializándose Tarruella en música latinoamericana. Al menos, sobre ese género son las notas que hay en los pocos números que tengo. Pero hace tantos años… Están grandes los muchachos de Humor. Quien diría, Tarruella con un hijo de 35… Dolina en radio 10… Vinelli ya finado… Menos mal que Hugo supo mantenerse siempre en los treinta…
Ramón contó también que tiene un programa en la FM de radio Provincia, sobre asuntos librescos, y que coordina talleres literarios en La Plata. También publicó hace poco una novela, “Balbuceos de noviembre”, que prometió llevarle a Hugo en estos días. Estaría bueno que nuestro conductor, después de leerla, la pusiera a disposición como premio en Párrafus. Me cayó bien el joven Tarruella, y me gustaría ver lo que escribe.
En cuanto a lo que escribe el octogenario Camilleri, encontré este resumen.
LA VOZ DEL VIOLIN: El comisario Salvo Montalbano y su peculiar universo imaginario de Vigàta, en Sicilia, ya no son unos desconocidos en nuestro país. Un mes con Montalbano y El perro de terracota bastaron para que este singular personaje se ganara innumerables adeptos. Esta novela, perteneciente a la serie de Montalbano, refuerza aún más ante sus lectores la personalidad del escéptico, irónico y en ocasiones melancólico inspector de policía. La aparente paz siciliana se ve truncada por el asesinato de una extraña. Una joven hermosa, mujer de un médico boloñés, aparece muerta en el chalet de ambos. Pocas pertenencias la acompañaban en la escena del crimen, aparte de un misterioso violín guardado en su estuche. Su bolsa de joyas se ha esfumado y todas las miradas se centran en un pariente desequilibrado que ha desaparecido la misma noche del crimen. Montalbano, con su parsimonia habitual, inicia la investigación. No cree a nadie, no se fía de nadie. Tras la muerte de un sospechoso, sus superiores dan por cerrado el caso, pero él, ni hablar. Transitando los límites de la legalidad, como es su costumbre, Montalbano ha de relacionarse y pactar con los elementos más indeseables y abyectos del hampa, iniciando un viaje a lo más oscuro del alma humana, en el fondo, su territorio predilecto.
También me cae bien, como ya dije otras veces, el jovencísimo Maxi Pozzi, de Saavedra, quien ganó el viernes. Creo que es su cuarta aparición en el programa. Ganó con Elena Garro, con Luis Cernuda y con otro que no me acuerdo. Ahora volvió a la victoria con un cuento de Alberto Laiseca, autor nombrado hace poco en este Blog por Quique Figueroa a raíz de una cierta escritura mía. El cuento se llama “El checoslovaco” y Maximiliano lo conoce por haber hojeado en una librería el volumen que lo incluye. Así lo contó, con total desparpajo, haciéndose cargo sin más de esa modalidad, habitual de todo lector buscavidas, pero que a partir de Párrafus nos echamos en cara algunos a otros como práctica tramposa.
Alberto Laiseca es otro de esos escritores que, quizá por haber sido muy duros sus comienzos (como escritores o como personas), se resarcen ahora enancándose en una cierta fama menor, aprovechando que hoy en día los medios masivos no saben más de que nutrirse. Nunca vi su espacio de narración oral en I-Sat (nunca me acordaba), pero me acuerdo que no me gustaban las promociones. No me gustaba que el tipo se prestara a eso. Pero, como no leí nada suyo (solo lo conozco a través de entrevistas), no sabía a qué atenerme. Ahora se me dio por buscar en Internet y fácilmente llegué a “El checoslovaco”. También encontré y leí el comienzo de su “Aventuras de un novelista atonal”. Y no sé, tiene lo suyo, pero… Debería buscar y leer algo más. Después, al final, copio el cuento del viernes junto con unas palabras de Laiseca acerca de su origen más un texto que debe ser de la contratapa de alguna de las ediciones de “Matando enanos a garrotazos”.
Ahora, antes de terminar, enancándome (yo también…) en unas palabras de Hugo referidas a que en esta corta semana reinaugural estuvieron presentes los cuatros géneros con los que jugamos, ofrezco algunos números más respecto al inolvidable 2008.
En esta semana, un poema, una obra de teatro, una novela y un cuento.
En el 2008:
Poesía: 45
Teatro: 50
Novela: 74
Cuento: 43
¿Y en el 2007?
Poesía: 40
Teatro: 24
Novela: 56
Cuento: 24
Dos salvedades: Para estos guarismos se toman en cuenta los Ininterruptus. Y recuérdese que, en el 2007, eran tres programas por semana. (Total del 2007: 144 juegos. Total del 2008: 212 juegos)
Ahora sí, con ustedes: Alberto Laiseca (Rosario, 1941).
Sobre la génesis de "El checoslovaco", Alberto Laiseca cuenta lo siguiente: "Hace muchos años, en Córdoba (Argentina), conocí a un hombre que odiaba profundamente a Eva Perón. Aquello ya era una especie de antojo en él. Su furia no era tanta con el general, cosa curiosa. Cierto día, y hablando de no sé qué, me dijo: «Por ejemplo, Eva. No me gustaba mucho físicamente, al principio, cuando la veía en sus discursos. Pero con la enfermedad se puso más delgada, se fue espiritualizando. Y en los últimos tiempos estaba bellísima». Comprendí que esta rara persona sentía una maniática suerte de odio-amor por aquella mujer. Y eso me sirvió después para imaginar la historia del checoslovaco."
EL CHECOSLOVACO
Ella estaba cada vez más gorda, decaída y vieja. El, por el contrario, parecía con ello cobrar nuevos bríos. Podía tomárselo en cualquier jornada; ésta invariablemente lo hallaba más fuerte, saludable y coloradote que la precedente.
El era checoslovaco. Hacía casi veinte años que había emigrado al país que lo aceptó. Trabajaba como ingeniero en una fábrica y era bastante competente. Se hizo amiguísimo del dueño; aprovechó esto para tratar de seducir a la hija, que no carecía de atractivos. Curiosamente, no logró enganchar a la homenajeada pero sí a su amiga, muchacha un poco gordita y no fea del todo, a quien él jamás miró ni intentó conquistar. Como de estúpido no tenía nada, comprendió que con la otra perdía su tiempo y no insistió más; cambió de ruta en un segundo, enfilando sus cañones sobre la menos guarnecida plaza, quien se le rindió con armas y bagajes sin intentar no ya diré una defensa a ultranza, sino ni siquiera un simulacro diversivo vía diplomática.
Se casaron tres meses después; de esto, hacía diecisiete años.
Comentaremos como curiosidad que a él le decían «el ingeniero del tornillo filoso». Vaya uno a saber la razón. Cierta vez el ingeniero del filoso tornillo fue al cine, a ver una película de terror. Quedó encantado. Siempre citaba ante sus escasos conocidos una frase de la cinta, que él atribuía al conde Drácula: «Mi querido amigo: las mujeres no son un vicio, son una necesidad.»
El checoslovaco hablaba mal el idioma, pero no pésimo como a veces hacía creer. Cuando decidió matar a su esposa exclusivamente con armas secretas, en su arsenal contaba con el lenguaje; como si éste fuera la más letal e importante de sus ojivas nucleares de cabezas múltiples.
Se proponía el crimen perfecto; según él, por razones de estética. Así le llevase tres décadas, ella debía morirse mucho antes que él por acción de su deliberada voluntad, y el crimen, anto y ontológico, bello e impune, permitirle adueñarse de todo. «Las mujeres de piernas gordas no deberían de existir», alegaba él ante sí mismo; «ofenden a la naturaleza. Deben ser eliminadas por razones éticas, estéticas, místicas y eróticas.» Diremos de paso que, curiosamente, si bien él hacía ya largo tiempo que manifestaba indiferencia sexual por su mujer, no bien se le ocurrió asesinarla con armas sutiles, sintió que sus apetencias dormidas despertaban feroces. Era como volver a estar enamorado.
Se mostraba hasta dulce con ella. Casi afectuoso. Solía pararse quince minutos silenciosamente a su espalda en la cocina, mientras ella pelaba papas para la comida. No bien lo sentía, empezaba a ponerse nerviosa. «No puede retener cáscara», decía con voz chirriante, mecánica, checoslovaca, en momentos en que ella no tenía ni la menor intención de permitir que algo se le cayera. Justamente, Gloria procuraba corregir tres manías que la obsesionaban día y noche: su torpeza (puesto que chocaba los muebles, las cosas se le caían, calculaba mal la energía con que debía extender la mano para tomar un vaso y el contenido se derramaba sobre la mesa). Su gordura y el terror cerval a las enfermedades y la suciedad constituían sus otros dos focos sépticos de neurosis. De estos tres ángeles del Apocalipsis, el que mejor controlaba era el primero. Con una gran fuerza de voluntad y poniendo mucha atención –era bastante distraída–, moviéndose lentamente los primeros meses, había llegado a suprimir el ochenta por ciento de sus choques con muebles y otros objetos –un fracaso la ponía histérica–, suprimiendo así esa inelegancia grotesca.
Por eso consideraba inoportuno e injustísimo que él removiera el avispero cuando se hallaba convaleciente de su torpeza. ¿A qué venía su «No puede retener cáscara»?
La mujer pego un brinco, empezando a encresparse. Al rato ya le temblaban las manos. Renació su inseguridad. Para colmo, él agregó como subrayando: «Quien no puede retener cáscara, ella de mano cae.»
Gloria sabía que él tenía dificultades idiomáticas; pero comprendía muy bien que la pésima sintaxis de la frase había sido exagerada a propósito. En estos casos había que oírlo hasta el final si se quería comprender el sentido completo de la oración, que no era revelado salvo con la última palabra. Nótese la expresión «ella de mano cae», en apariencia una inoperante deformación monstruosa, risible incluso. Pero era todo lo contrario, pues las palabras, así absurdas y troglodíticamente dispuestas, la puntuación y construcción gramatical arbitrarias, dislocadas, tenían toda la fuerza carismática de lo feo. Estaban destinadas a tocar los resortes ocultos de la mujer.
Era un plan perfecto y genial; Stepan, en efecto, estaba lleno de armas secretas. ¿Y por qué Gloria no se separaba? ¡Ah!: por inseguridad y masoquismo. Y él lo sabía a la perfección, así como no ignoraba ninguno de los otros puntos débiles de ella.
Luego, él adoptaba un tono comprensivo y condescendiente: «Pasa a cierta edad. Un amigo mío tiene mal de Parkinson y tiembla. Qué feo.» Entonces, por fin las cosas se le caían a ella: uno de esos cacharros de lata, por ejemplo, que hacen un ruido horrible y no hay forma de pararlos hasta que dan varias vueltas sobre sí mismos; existe la manera, por supuesto: agacharse en el acto y detenerlos con rapidez para que no giren, pero ello pone en claro la importancia que le damos al ruido, en momentos que uno sabe quién está detrás mirándolo todo: un verdugo atentísimo y lleno de sabiduría, alerta a cualquier reacción.
Cuando la maniobra se veía coronada por el éxito, él decía una de esas palabras solitarias que ella temía más que a sus frases mal construidas: «Lapislázuli.» Después daba media vuelta y se iba. Era terrible el contraste entre el bello vocablo elegido, y el feísmo de la falta de coordinación motora que calificaba. Pero precisamente por ser bello es que lo escogía.
El la acechaba para ver si iba al espejo. Entonces, cuando ella desolada no podía menos que tener en cuenta sus arrugas y otras cosas, le decía aquello tan temido por ser como una expresión de su subconsciente que se materializara: «Me acuerdo cuando yo era joven, en Checoslovaquia, mi patria...» Y no decía nada más. Nunca nada directo. O sí. Según el momento. Todo dependía. Podía agregar con genuina ternura: «Petunia.» Cuando ella empezaba a sonreír agradecida, aclaraba: «Petunia marchita».
Dentro de los instantes en que ella estaba bien arreglada y lista para salir, le decía con tono impersonal: «Pierna gorda. ¿No convendría un poco arriba el cuello adelgazar? Diente de oro pero boca arruinada. Qué estupidez. Laspilázuli.» En estos casos, sus ataques sucesivos en diferentes sectores tenían como objeto que, al diversificar su agresión, ella no pudiera oponer una defensa organizada contra las distintas amenazas.
Gloria solía visitar a Julia, una de sus amigas. Con ella se confesaba mientras tomaban té sin masas en una confitería –la otra, que era flaca, no comía por razones de solidaridad–: «Julia, esta vez estoy segura: Stepan quiere matarme». «Calmate, ¿qué te hizo esta vez?» «Me dijo: "Pierna gorda." "Una microbio y chaff. Kaput." "Lapislázuli."» «Controlate, por favor, que no entiendo nada. Si no me contás los antecedentes no puedo comprender. Te dijo "Pierna gorda." ¿Y qué más?» «Los otros días recibí por correo una caja de bombones deliciosos. Estaban a mi nombre pero no tenían remitente. Debe tratarse de uno de esos envíos de propaganda. Ya no saben qué hacer. Estos miserables no encontraron mejor cosa que mandarme a mí, que estoy a régimen, una caja repleta de bombones. Uno más rico que el otro. No me pude contener; empecé diciéndome que iba a comer nada más que uno, pero... Bueno, qué te voy a explicar si vos sabés cómo son esas cosas. No, no sabés. Vos no sos gorda.» «Bueno ¿y?» «Stepan me pescó justo cuando me había comido la mitad. Sonrió despreciativo con un costado de la boca, como hace él, y dijo: "Voraz. Voraz como un pájaro pichón gordo." Pero eso no es todo. Vos sabés que tengo un problema circulatorio que me trato hace cinco años. Estaba viendo televisión lo más tranquila, con las piernas estiradas y arriba de un taburete para que descansasen. El se puso a espaldas de mi sillón y dijo lleno de asco: «Fibrosa. Cuántas várices tiene usted. ¿No convendría curarlas? Mi madre se hizo una operación pero quedó peor. Caléndula." ¿Eh?, qué te parece?» «Buenoo..., supongo que la peculiaridad de su temperamento indica cierta propensión a la crueldad mental. Pero eso sucede con muchos hombres. Creo por otro lado que está un poco loco, ¿qué quiso decir con la palabra "caléndula", que no tiene nada que ver?» «¡Viste!, ¡viste!» «Sí, bueno, pero aparte de eso... Por lo demás, todo lo último no es tan terrible; si conoce tu afección circulatoria, es lógico que desee que te hagas atender. No lo dijo con mala intención. Un poco torpe de su parte, si acaso.» «Los otros días pasó al lado mío como si no me viera y dijo despacio pero con la suficiente fuerza como para que pudiese oírlo: "Pierna gorda, monstruo fibroso. Lapislázuli." ¿Eso tampoco lo dijo con mala intención?» «Bueno, querida, vos sabés cómo es con las parejas que llevan mucho tiempo juntas. Se dan ciertos desajustes friccionales. Hay que ser tolerante y comprender. Con buena voluntad por ambas partes ... »«Julia, vos no entendés nada: él me quiere matar.» «Ay, Gloria, por Dios, no seas exagerada y tremendista. Te convendría tener una conversación a fondo con él» «¿Vos te pensás que yo no intenté dialogar? Sabe mis obsesiones y me tortura con eso. Los otros días compré un libro nuevo, fantástico: es el sistema del doctor Guoches-Heink para adelgazar. Es un bestseller que está ahora en todas las librerías. Parece que ese hombre es una eminencia. Pues bien, no había acabado de abrirlo cuando se me acercó Stepan por detrás, medio en bisel, y para desmoralizarme dijo con ese tono monótono y didáctico que a veces tiene: «El problema con los tratamientos para no engordar es que uno desearía adelgazar ciertas partes. Desgraciadamente sólo enflaquece lo que ya estaba flaco." Y se fue. Mirá sí no será jodido y maldito.»
Gloria suspende sus quejas un momento para tomar un sorbo de té, y luego prosigue: «Sabe que trato de controlar mi manía con la limpieza y el miedo a las enfermedades. En los últimos tiempos me estaba lavando las manos menos veces por día, e incluso utilizaba poco desinfectante para esterilizar ciertas cosas de uso diario. Estaba comiendo una presa de pollo doradita, con la mano, muy contenta. Stepan me miró de reojo y dijo mientras simulaba leer el diario: «Mucha gente muerta en Calcuta. Una microbia y chaff. Kaput." No pude seguir comiendo. Me perseguí con la idea de que no me había lavado las manos y fui corriendo al baño, pese a saber que por fuerza me las requetelavé dos o tres veces; aunque sea por automatismo.»
Cierto día la llevó de picnic. Ella no lo podía creer. Bien sabía cómo era Stepan; sin embargo, él en un segundo la enganchaba. Se fueron con el auto y la casa rodante hasta el río. Acamparon. Al principio, todo lo más bien. El se volvió intimista. «Me encanta este río. Muy caudaloso. Me recuerda al Moldava. De verdad cosa hermosa es, ver Moldava pasar bajo puentes de Praga. Muchas flores.»
Ella lo escuchaba incrédula. Por un momento había visto el agua y los puentes, en aquella ciudad lejana y exótica. Tenía ganas de decirle: «¡Pero Stepan!, ¡sí fueses siempre así!»
El checoslovaco siguió diciendo: «Qué rica agua. En verano da gusto agacharse y tomar el agua del Moldava». Dicho esto dio media vuelta y se fue, para hacer un fuego más allá de la casa rodante.
Ella, hechizada por la brevísima descripción, se inclinó para beber del río. El líquido estaba delicioso. Luego volvió hasta donde se encontraba Stepan.
El preguntó –de espaldas a ella, en apariencia concentradísimo en la tarea de prender el fuego–. «¿Estaba fresca el agua?» «¡Oh, sí, ¡fue un deleite! Deberías probarla.» Con tono impersonal: «No. Yo no tomo nunca agua de río. Se me fue la gana desde que médico amigo me contó una historia terrible.» «¿¡Qué!?, ¿¡qué te contó!?», preguntó ella asustada. «Parece que un matrimonio que él atendía se fue una vez de picnic. Era un día lindísimo y estaban muy contentos, pero a la tarde ella agonizaba. Llevaron rápido a sala de urgencia. junta médica porque no sabían qué tenía. No daban pie con bola. Un médico viejito, de mucha experiencia, le preguntó al marido: "¿Y por dónde estuvieron ustedes?" "En el campo. Andábamos de picnic cerca del río." "Aajá. ¿Y su señora tomó agua del río?" "Sí, ¿por qué?, ¿hizo mal?" «¿Y usted bebió?" "No." "Fueron a investigar y en el río, muy cerca de ahí, había una vaca muerta. Todo podrida. Esa noche la mujer se murió. Septicemia. Infección generalizada. Fulminante. No hay cura, ni aunque agarren a tiempo.»
A ella se le había arruinado el día. El, por el contrario, parecía a sus anchas. Veíasele gozar con plenitud.
Algún tiempo después, Stepan cambió de táctica: empezó a hacerle el amor una vez por semana. Desde el comienzo del día en el cual pensaba realizar el coito con ella, la iba seduciendo con mucha ternura y habilidad. Empleaba armamentos pesados con objeto de erotizarla: tocaba con su lengua el agujero de la femenina oreja, le decía cosas increíbles,, hablábale de que sus rodillas eran esto y aquello. Todo todo. Hasta que ella se olvidaba. La conducía a la cama y con mucha ternura comenzaba a desnudarla como el hombre más enamorado del mundo. Ya en pleno acto, y cuando ella totalmente entregada estaba a punto de lograr el éxtasis, él le susurraba una de esas palabras o frases tales como «fíbrosa», «pierna gorda» o «várices», y la mujer quedaba rígida y helada; de ninguna manera podía gozar. El, en cambio, al verla en ese estado, sentía que unos enormes deseos sexuales, unos deseos sexuales mayúsculos le acontecían y gozaba como nunca. Precisamente porque ella no podía.
Y todo así.
En una ocasión ella lo enfrentó. Le dijo con helada calma: «Te veo tan hijo de puta como esos nazis que asesinaron a los judíos. Sos un criminal de guerra frustrado. Esta casa es un campo de concentración. Por la cocina corren tus alambradas electrizadas y tus perros. Yo soy la prisionera y vos el SS. Sos un guacho.» El, muy lejos de sentirse herido, quedó contentísimo con la idea. Lo tomó como el mejor elogio que podían haberle hecho. Sin embargo, comentó: «Nunca lo había visto de esa manera. Seamos completamente justos, no obstante, pues no me quiero apropiar de glorias ajenas: ignoro si lo que dice es exacto, ya que jamás me molesté por estudiar caprichos, manías, preferencias o motivaciones, en alguien fuera de mí mismo. De cualquier manera comprendo a qué se refiere y, para contestarle con su mismo punto de vista, le diré que el SS es usted. Yo en todo caso sería un modesto auxiliar; uno de esos subordinados de ínfima categoría que entraban en las cámaras para sacarle los dientes de oro a los cadáveres. Y lo digo aunque constituya una humillación para mi orgullo.»
Lo impresionante de este parlamento fue que lo dijo casi sin acento eslavo y con estructura gramatical pasable. Ella se quedó helada.
Cuando el médico le dijo que su mujer tenía cáncer y que no se lo dijese pues ello podría abreviarle la existencia, él hizo cuanto pudo para que jamás se enterase y hasta el fin creyera en su curación.
Ella agonizaba. Esa era la noche y la madrugada de su muerte. Estaba lúcida, no obstante. El entró al cuarto en sombras con una vela en la mano. La miró largamente y dijo: «Notable. Qué delgada la puso la enfermedad. Está usted bellísima.»
Y se fue, dejándole el cirio a los pies de la cama.
FIN
“Hay un gerundio en el título del libro. Encima, habla de enanos y los enanos no aparecen por ningún lado. Por otra parte, las historias son absurdas, delirantes, violentas, pantagruélicas, y tienen personajes de una moral que más que calificarla de dudosa, habría que reconocerla como directamente escandalosas. Todo en este libro es cruel y desmedido, de una inverosimilitud corrosiva. Las personas de bien no le dedicarán ni siquiera una mirada de refilón. Las personas de bien no miran de refilón. Las personas de bien no miran... pero entonces ¿por qué esa curiosidad? ¿Estás pensando seriamente en abrir este libro? ¿Acaso podés llegar a pensar por un instante que en los trece cuentos que conforman estas páginas hay alguna verdad verdadera, de esas que dicen que tienen los libros? Bueno, entonces es posible que los enanos de jardín y los conformistas que no terminan nunca de emparejar el césped comiencen a mirarte con miedo.”
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