jueves, 23 de septiembre de 2010

Encuentro en septiembre (6) La memoria

En el inicio de la cuarta lectura de la noche, ante el solo título del primer poema, a Susú se le escapó un “Ahhh…”, de reconocimiento y admiración.
También supe que había leído aquello. Es más, me sonó a algo que había visto hacía muy poco. Pensé en un par de autores argentinos cuya obra estuve releyendo. Sin embargo, poema adelante, algunos términos me hicieron descartar la nacionalidad y el idioma; sonaba a traducido. Pero esa sensación, la de algo bien conocido, me acompaño durante los otros dos poemas que Hugo pudo leer hasta que se cumplieron los cinco minutos. ¿Bien conocido? No tanto, si no pude reconocer al autor. Y tampoco nadie del público, tampoco esta vez, supo la respuesta.
El primer poema era el siguiente. ¿No suena famoso?

SOMOS TRANSMISORES

Mientras vivimos somos transmisores de la vida.
Y cuando dejamos de transmitirla, la vida deja de fluir por nosotros.
Esto es parte del misterio del sexo, es un flujo hacia adelante.
La gente asexuada no transmite nada.
Y si cuando trabajamos, podemos inyectar vida a lo que hacemos,
vida, más vida nos invade, nos inunda y compensa,
nos alista, y vibramos con vida a través del curso de los días.
Aunque sólo fuera una mujer haciendo torta de manzana,
o un hombre creando una silla,
si la vida entra en la torta, buena es la torta,
buena es la silla: contenta la mujer,
con fresca vida manando en su interior, contento el hombre.
Da y te será dado
es todavía la verdad acerca de la vida.
Pero dar vida no es tan fácil.
No significa entregarla al primer miserable,
o dejar que los muertos en vida te devoren.
Significa propiciar el fuego de la vida donde no lo había,
aun cuando sólo fuera en la blancura de un pañuelo lavado.

Parece de póster, ¿no? Sin embargo, nadie lo reconoció. Además, la lectura del título de los poemas (los otros fueron “Democracia” e “Higos”) implicaba que había que saber a qué libro pertenecían. Ahí ya se me hacía imposible. El autor, en la punta de la lengua, pero abajo. El libro, inextricable.
Al clausurar la lectura Hugo se preguntó y preguntó en voz alta “¿Qué hacemos?”. Amagó con leer durante cinco minutos más algunos otros poemas, pero después cruzó miradas con la Baldessari, ella se acercó, tuvieron un breve conciliábulo, y entonces ella le alcanzó otro libro forrado. Se había resuelto leer otros cinco minutos, pero de una novela. Del mismo esquivo autor, claro. Me hizo acordar de la noche de Juan Martini en el Parrafus radial, cuando, sobre la marcha, se pasó de una novela a otra del autor rosarino. Aquella vez, cuando faltaban segundos para la una de la mañana, María Suárez reconoció el segundo título. Esta vez no pasó lo mismo.
Con entonación irónica cuando reiteradamente omitía un apellido, Hugo leyó hasta que Lucas otra vez le marcó el tope de su cronómetro. Entonces dijo “no va más”. Elevó la mirada al cielo mientras unía las palmas y murmuraba un “Ommm” tranquilizador, convocó a Hernán nuevamente al escenario, pidiéndole que lo saque de ese mal momento y, cuando dejaba el libro sobre el atril, se escuchó otra vez a la lectora invitada, la Pecoraro, que reclamaba: “Pero… ¿no lo vas a decir?”.
Entre Hugo y Adriana le explicaron que no, que cuando la lectura no era reconocida, quedaba incógnita. Se leería a ese autor en otra ocasión. Pero entonces, no sé cómo, nuestro conductor volvió a dirigirse al público y preguntó si no había alguna idea de la palabra que se omitía o de la nacionalidad del autor, por lo menos. Ahí fue que Roberto Saiz, el Volatinero profe de teatro, afirmó que el autor sería inglés. Y que lo que se omitía parecía ser un apellido. “Y además anda por ahí un título honorífico…”, empujó Hugo. Ahí caí. “¿El autor es D.H. Lawrence?”, pregunté en voz baja primero y en el micrófono después. “¡Sí!”, estalló Hugo, “¿Y la novela es…” “’El amante de Lady Chatterley’”, afirmé, y así era.
Es extraño que no la haya reconocido por su primera frase. “La nuestra es una época esencialmente trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágicio.” Sé que la hojeé en una librería, antes de que Lawrence apareciera en Parrafus (con "Mujeres enamoradas"), cuando me dije que un clásico como aquel podría leerse algún día. Por lo que tienen de aforístico, aquellas palabras podrían haberme quedado en la cabeza. Pero no fue así. Aquel entrenamiento de selección y memorización que en cierto momento inicié para seguir triunfando (sugerido por una idea de Quique Figueroa) no siempre funciona.
Funcionó, sí, en la siguiente lectura, cuando sólo se leyeron once segundos antes de que reconociera la primera frase de la novela. Y recuerdo que mientras respondía se me ocurrió hacer algún comentario irónico, tipo “después de nombrar al autor voy a tener que pasar al baño, para lavarme la boca”, pero no dije nada. La novela era “La cruz invertida”, del cordobés, en el interior, a la derecha, Marcos Aguinis, a quien después Hugo no se privó de darle con un merecido caño.
Lo que nunca pude entender es por qué el primer poema de Lawrence me sonó tan cercano. Lo conocía, pero de hace muchos años. Misterios de la memoria, “porosa para el olvido”.

continuará

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