jueves, 11 de octubre de 2007

Historia de mis victorias (Nº 38)

El optimista dice: “Esto va tomando color”:
El pesimista dice: “Esto está pasando de castaño a oscuro”.
El fatalista... El fatalista ve todo negro, siempre, y no dice nada.
Yo no filosofo ni generalizo. Digo que, el lunes, me resultaron muy agradables y estimulantes las palabras de Hugo, que habló con su habitual generosidad. Después que le relatara cómo supe que la lectura de esa noche fue “El sombrero de tres picos” (porque esa tarde lo había hojeado en una librería), él me dijo que algo así como una estrella, o un don, o un radar me acompaña, y que debería empezar a aplicarlo en algo más. “Ojalá supiera cómo”, musité yo. Y después pensé que esto, además de estimularme agradablemente, puede también asustarme.
Pero entonces volví a recordar a Castaneda, cuando le pregunta a don Juan: “¿Qué le sucede al hombre que huye ante el miedo?” Y el viejo le responde: “No le sucede nada, pero no aprende nunca”.

En realidad, tengo que volver a recordar la frase aquella de Durrell: “Cuando uno cree de veras intensamente en algo, se calla la boca y no se atreve jamás a hablar de ello”. Frase que ya cité en este Blog, también a propósito del coequiper Quique Figueroa.
No debería haber hablado de milagro: de la tarde del lunes, de la librería de avenida de Mayo, del volumen aquel de la colección Austral, que hojeé pensando que era teatro... Me lo reprocho después de leer hoy, miércoles, la Entrada –igualmente halagüeña- titulada “Perenchio el decimonónico”.
De todos modos, no es mala la idea que el compañero oyente de Trelew me atribuye. Más allá de deplorarla o ahuyentármela de encima como el equino al tábano, la podría hacer extensiva a los demás oyentes, quienes, concurriendo a las librerías de su vecindad (o a la propia biblioteca), y teniendo presente la lista de lecturas que se encuentra en este mismo Blog, podrían leer y memorizar (o también copiar) los comienzos de obras que todavía no hayan aparecido en Párrafus. Así, aunque de modo artificial, aumentarían sus posibilidades de triunfar en el juego. Claro que se debería afinar muy penetrantemente algún criterio certero (que yo no me atrevería ni a improvisar aquí) para tratar de deducir qué títulos de la infinidad de obras de la literatura universal de todos los tiempos podrá elegir Hugo en lo venidero, hasta llegar a los 500 sin repetir y sin soplar.
En rigor, no sería más deplorable esta pràctica que la utilización de los buscadores de Internet, ya confesada por, al menos, un oyente, y sospechada respecto de algún otro –por caso, sobre mí mismo. En cuanto a la pobre participación en el programa que supone el triunfo con una obra no leída, digo, sobre mí, lo siguiente: que decidí, después de un tiempo, romper la promesa hecha a la compañera oyente María Suárez, de Coghlan, referida a no volver a llamar si no conocía cabalmente la lectura del día –si no había leído el libro. (Después de todo, he roto tantas otras promesas a mujeres...) La justificación para volver a incurrir en esa miseria la encontré recordando las muchas veces que, por escasos segundos, me fue vedada la victoria en ocasión de leerse alguna obra de mi especial predilección, bien conocida, que me hubiera permitido una charla más rica con nuestro conductor.
Así que ¡viva la pepa!
¿Quedamos así, querido Quique, querido Jorge Aloy?
¿Que valga todo?
Sí, vale todo. En el juego como en la guerra y en el amor –y como en las guerras y los juegos del amor.

Pero todo esto está lejos, muy lejos de la literatura de Alarcón (vetusta, inabordable, española, pero literatura al fin), de la de Verlaine (parnasiana pero bella), de la de Felisberto (ensimismada), la de Macedonio, la de Leopardi, la de Kerouac... Lejos de cualquier literatura..., excepto de la mía, acotada, pusilánime, paulatina, pero impertérrita.
A propósito, por último, en defensa propia -en defensa también de la más cómplice consideración de Hugo (él me llama “lector solapero”, que es como algunos llaman a “la gorda” Quiroga, el de El Refugio)- , recordaré, ya completamente lanzado, lo que decía mi viejo amigo Marcelo K. al paso de las poderosas chicas de su barrio, Flores: “Ese culo no se hizo... lavando ropa” –por usar un eufemismo.



“La música me parece un lenguaje, no sé si más preciso, pero un lenguaje mucho más eficaz que el Lenguaje, que la palabra. Y, además, creo que la poesía tiene su música propia. Por ejemplo, cuando me dijeron que le habían puesto música a ciertas composiciones de Verlaine, pensé que a Verlaine lo hubiera indignado esto, porque la música ya está en las palabras...” (Borges, charlando a propósito de Verlaine)

Y, si no, veamos (a propósito de culos y de “gordas”):

Eres un hermano que es una dama
que es momentáneamente mi mujer...
Bien: ahora durmamos a pierna suelta
y apelotonados, ronroneando.
Pégate a mí, que yo acomodo
el vientre al hueco de tu espalda,
mis rodillas a las tuyas,
tus pies de chiquillo a los míos;
tápate el culo con tu camisón
pero deja mi mano puesta
al calor de tu amable felpudo.
Así, anudados. Mudos.
No es la paz, es la tregua.

Paul Verlaine


El otro Verlaine, el que no recordàbamos bien con Hugo la otra noche, el rockero yanqui de los setenta, era Tom Verlaine (nacido Miller), del grupo Televisión. Pero yo, del rock, prefiero el nacional. Precisamente, a Cristina le canto a veces:

Así es este amor
no televisión.

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