domingo, 28 de octubre de 2007

Las nubes

Yo hice como Sábato (como dice que hizo Sábato): destruí gran parte de mi obra.
Peor que Sábato: nunca publiqué nada.
El hombre de Santos Lugares, cuenta siempre, recurría al fuego. Yo soy menos drástico –o exterminador. Cuando, periódicamente, a lo largo de los años, saqueo sin compasión mis cajones, llevo conmigo de día en día las condenadas hojas con manuscritos o impresas y, desde la ventanilla del colectivo, las arrojo a la calle tras romperlas en indescifrables trocitos con mis manos.
Algunas cosas, sin embargo, se salvan y permanecen. Algunas, muy viejas. Otras, las últimas: las que hago públicas desde el mes de marzo en este Blog –que tal vez ya no pueda destruir. Hoy, a raiz de la lectura que hizo Hugo de la obra de Aristófanes, recordé un texto, corto, dialogado, que hace mucho no leía. “Pasamos ante las nubes”, lo llamé. Data de hace más de 20 años. Parece mentira.
Me acordé de eso y de la película “La nube”, de Solanas, y de otra película, la última de Antonioni, “Más allá de las nubes”, y del cuento aquel de Cortázar, “Las babas del diablo” (que filmó también Antonioni), donde, al final de todo, permanece la ampliación de una fotografía abierta, por donde pasan unas nubes, algún pájaro, hojas que lleva el viento...


PASAMOS ANTE LAS NUBES

-Pasamos ante las nubes –dije.
-A horcajadas del mundo –completó.
Allí meditamos durante un momento. Coincidimos después en que habíamos logrado una magnífica línea de diálogo. A continuación, él preguntó:
-¿Dónde se podría inscribir?
Yo ensayé:
-Bueno, digamos... ¿Dónde estamos?
-Claro –asintió él, y también pensó un instante. después dijo: -Estamos en alguna especie de terraplén. Sentados, por ejemplo, a orillas de unas vías, al atardecer.
-Sí –acepté yo, y agregué: -En una estación abandonada, sobre una vía muerta, de trocha angosta. Estamos ahí desde hace tiempo – “veinte años”, pensé-. Esperamos.
-Hay un yuyo pajizo creciendo por todas partes, muy lentamente creciendo. Está sobre el andén, en las grietas del cemento, entre los durmientes de la vía, en todo el terreno de la estación...
-Estamos en primavera. Es el momento de la tarde que más me gusta: como a las siete o siete y media del més de octubre, con esa luz semiespesa, penumbrosa, que también podría ser la de un amanecer.
-Eso es. Y la estación está en el costado más añoso y despejado de una ciudad pequeña, una urbe pujante, un pueblo que progresó y ahora se orienta hacia el otro lado, hacia la nueva gran estación central –dijo esto último como con mayúsculas, y con pena.
-Sí –alenté yo-. Estamos en el suburbio más desolado, no hay nada por acá, fuera de la estación destartalada. No hay ni viento.
Entonces hay una pausa.
-Y se acerca la noche –digo, después.
-Y estamos solos.
-Pero no tenemos miedo.
-No, eso nunca.
-Solo... solo una indiferencia expectante.
-Abierta.
-¿Esperanzada?
-No. Eso tampoco.
-Y pasamos ahí toda la tarde.
-Lo hacemos a menudo.
-No hay mucho más para hacer.
-No hay nada más para hacer.
-Yo te comento que el jueves en la televisión dan “El dependiente”, de Favio.
-Y planeamos verla juntos.
-Sí.
Después, tras un silencio:
-Pero..., ¿quiénes somos?
Tras otro silencio:
-¿Qué hacemos?
Y aquí el destello sagaz:
-Pasamos ante las nubes.
Después, al fin:
-Sí.
Y sólo ser un asombrado jinete, perplejo, silencioso, a horcajadas del mundo, sobre la caparazón del tiempo.
Sí.

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