viernes, 12 de octubre de 2007

Uruguayos

Las circunstancias (ayudadas, tal vez, por un cierto apresuramiento de mi parte) hicieron que, en la “Historia de mis victorias”, saltara de la primera a la trigésimo octava. Lo bueno de esto fue que, en el texto que llevó ese número, quedó reseñada, de paso, la primera lectura de esta semana en Párrafus –y también, tal vez, la segunda.
Me quedó pendiente la tercera, que se concretó mientras yo corregía aquel texto urgente, el miércoles por la noche; pero, acerca de esa, de Felisberto, ya escribió el coequiper Quique. Ahora yo quería tan solo compartir un pasaje de un cuento del uruguayo (“Mi primer concierto en Montevideo”, uno de los pocos que leí), que me resultó epifánico, revelador y atrayente hacia una obra en la que, en algún momento, deberé abrevar.
El fragmento es este:

“Recordaba el instante del mediodía en que yo había llegado de una ciudad del interior y ellos todavía no me habían visto. Estaban alrededor de la mesa que tendían bajo los árboles y yo, sin estar todavía allí, sabía que el mantel estaba lleno de grandes monedas de sombra y de luz que se confundían apenas el aire movía las hojas. Ellos estaban ocupados ante sus pequeñas comidas y su poco de felicidad y parecían olvidados de mí. Todavía, antes que me vieran, yo había alcanzado a tener una idea absurda: pensaba que aquel instante era un recuerdo que yo tendría muchos años después, cuando los hubiera sobrevivido a todos.”

Que me recuerda este otro fragmento, de otra recientemente leída, también oriental, Marosa Di Giorgio –también maltratada en este Blog hace poco:

“Sin pensar en nada, empecé a andar, a abrir las ramas; anduve no sé qué tiempo; se me cruzaba algún pavo salvaje con la cara de fuego, algún ratón blanco como un nardo. Abría las ramas. Al fin hallé un claro. Me detuve; traté de retroceder; tal fue mi asombro. Una familia estaba acampada allí; preparaba sus guerras nocturnas, sus cazas, sus manjares. Después, la sangre se me paró, se me heló. Vi que aquella familia era la mía. Divisé a los padres, los abuelos, las criadas, estaban todos los individuos de mi casa; me vi a mí misma. Llamé: “Rosa”. Pero cuando la niña fue a mirarme mi corazón se echó a temblar, empecé a huir, crucé con los ojos cerrados, bien abiertos, todas las retamas, las frías ramas, el naranjo, el umbral. Casi todos dormían todavía.”

Esto pertenece a “Los papeles salvajes”, poesía y prosa poética de la automusa Marosa.
Anoto, para finalizar, otros títulos de Felisberto Hernandez: “Los libros sin tapas” (1929) / “Por los tiempos de Clemente Colling” (1942) / “Tierras de la memoria” (1944) / “El acomodador” (1946) / “Nadie encendía las lámparas” (1947) / “La casa inundada” (1960) / “Diario del sinverguenza y últimas invenciones” (póstumo). Felisberto murió en 1964.

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