Cuando nos dijeron, no lo podía creer. Cristina ya tenía idea, no la sorprendió tanto; además, su teoría socioeconómica indica que el dinero tiene que circular, y cuanto mayor sea el caudal de esa circulación, mejor –lo que sigo viendo con asombro, después de seis años, en su praxis. Yo, en cambio, soy semibudista, me arreglo con poco; y en torno mío, o a partir de mí, el dinero siempre circuló muy poco. Pero claro, ahora está de por medio un tercero (sí, el fulanito) y en pos de satisfacer sus necesidades no hay que fijarse en gastos. Pero 600 pesos un cochecito para bebé (con el descuento por pago al contado incluido), no se puede creer… ¡600 pesos! ¡Casi lo mismo que nos costó la cuna! ¡Y en el mismo lugar!
Lo compramos, de todos modos, y esta semana, cuando lo saqué a pasear por primera vez con el buen tiempo que trajo la primavera, deseché todo el rezongo de este preámbulo y disfruté generosamente del infantil rodado. Y acostado de frente a mí en ese extraño adminículo llamado “huevito”, que se pone y saca del coche, lo vi disfrutar también a él con “ese pasmo esencial que tuviera una criatura si, al nacer, reparase de veras en que nace”, como dice el poema de Pessoa.
En verdad, no tiene precio verlo estirar el cuello hacia la brisa que se arremolina en el cubículo, como si tratara de determinar con el olfato de qué se trata aquello, ya que no puede llevárselo a la boca. Verlo agrandar los ojos (grandes y brillantes como los de la madre, por suerte) y girar la cabeza tratando de abarcarlo todo. Volviendo cada tanto la mirada hacia mí, buscando con vacilación algo familiar en medio de ese universo nuevo, tardando en reconocerme a veces, pero al fin sonriendo con toda la cara. Sonriéndole también, casi siempre, a cualquiera que se asoma al cochecito por el barrio, aceptando sin más ese remedo antropomórfico de sus cuidadores de entrecasa, mamá y papá…
Por fin, tras varias cuadras, el movimiento y el sonido de su vehículo lo duermen. En esta semana ya nos acostumbramos a esa rutina. Los días que estamos solos, después de la mamadera, para dormir, el paseo. Antes, en las esporádicas salidas que el invierno permitió, el sueñito costaba más. Así que, ¡viva el cochecito!
Mamadera, paseo, y se durmió. Entonces vuelvo a casa a toda marcha (tiene buen dormir, el traqueteo ya no lo despierta), lo meto, lo estaciono en un rincón oscuro, incluso le corro la capota para preservar su sueño de los estímulos lumínicos, y me dedico con urgencia a lo otro -¿a lo mío?. Me saco las zapatillas y me tiro en la cama a leer. O agarro el lápiz y escribo.
Para mi Esteban, junto con las cinco victorias de septiembre.
2 comentarios:
Evidentemente "el fulanito" (si se me permite) sacó a la luz tu costado tierno.
Uy, qué nostalgia me ha dado leer esto.
Cuando yo era bebé, mi viejo agarraba el cochecito, (conmigo adentro, claro) y, a la nochecita, después de cenar, me sacaba a dar unas vueltas por el barrio.
Todavía ahora, después de cenar, si está lindo, me gusta ir a dar unas vuelta a la manzana para respirar el aire fresco antes de dormir. ¿Me habrá quedado la costumbre desde esa época?
Gracias por escribir esta entrada!
Y, si querés amortizar los 600 pesos, podrías tener dos o tres niños más, así aprovechás bien el cochecito!!
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