Hace unos días, vía mail, le decía a... un... ¿amigo? Bueno, le contaba a alguien una curiosidad que descubrí hojeando viejos suplementos culturales del diario La Nación: la mención del apellido Glanzmann en un informe sobre escritores de la provincia de Chubut.
Días antes, por el mismo medio (o sea, a la distancia), a otro... a un... Bueno, a alguien otro le decía que nunca escribí en el Blog acerca de alguno de los libros que recibí como premio en Párrafus.
Ahora, a raíz de la lectura de este lunes, cabe la posibilidad de enlazar ambas cuestiones.
El lunes Hugo volvió a tentar la suerte con una novela argentina y contemporánea, o sea, difícil. Leyó “La tierra del fuego”, de Sylvia Iparraguirre, libro publicado en 1998. Pero, es evidente, en torno a Párrafus hay lectores para todo. Ganó la oyente María Cristina Alonso, de Parque Chacabuco, y su premio fue, como a veces sucede, la misma obra cuya lectura se interrumpió. Se alegró mucho de esta circunstancia María Cristina, porque había regalado su ejemplar de la novela a una sobrina suya que se volvía a España después de visitar aquel confín argentino que da nombre al libro. También se alegró la autora, que Hugo tenía en línea y puso en comunicación con la ganadora, al comprobar este ir y venir de sus libros. Se asombró, también, Iparraguirre cuando supo quién es el mayor ganador de este certamen radial, literario y memoralista.
A mí, ese título me vino a las mientes cuando en la lectura se nombra a Jemmy Button; demasiado tarde. Primero pensé en “Fuegia”, donde también aparece ese personaje –supongo-, pero la novela de Belgrano Rawson ya fue leída hace unos meses. Pensé también en “El silencio de Darwin”, pero esta –que leí- seguro que no era. Tardé, en definitiva, en rastrear en la memoria el título de Iparraguirre- que no leí- y, cuando llamé, la línea ya estaba ocupada por María Cristina, quien gana por primera vez, así que me alegré igual.
“El silencio de Darwin” es uno de los libros que gané en Párrafus, no recuerdo en cual de mis triunfos –tendría que rastrear en mis grabaciones. Su autor se llama Gustavo Daniel Perednik, es una novela y fue editada por Simurg en 2006.
En la solapa del volumen, leo que el tipo es graduado en las universidades de Buenos Aires y Jerusalem, y que vive en Israel; deduzco que es argentino. El planteo inicial de la novela también permite esa presunción. Durante la guerra –o batalla- por las Malvinas, un ex discípulo vuelve a ponerse en contacto con su viejo profesor del Instituto de historia donde estudiara durante su adolescencia. Este prólogo es epistolar. Se habla ahí de tres textos misteriosos; uno de ellos habría sido redactado por el clérigo que tuvo a su cargo la educación –o reeducación- del aborigen fueguino que el marino británico Fitzroy llevó a Inglaterra: Jemmy Button, bautizado así porque fue pagado a su gente con unos botones del uniforme del capitán. Los otros textos hablan de Kaspar Hausser, el extraño muchacho sordomudo que apareció un día en las calles de Nuremberg, y de Evariste Galois, el genial matemático prodigio. La trama enlaza estas tres vidas y sugiere que la verdadera razón del hundimiento del crucero General Belgrano, durante los hechos de Malvinas, se encuentra en la circunstancia aquella que llevó a los ingleses a llevarse, primero, y devolver, después, esos tres jóvenes yámanas de Tierra del Fuego.
Es muy atrayente el planteo y resulta apasionante la historia que trae cada uno de esos tres manuscritos; el autor, para hacerlos pasar por auténticos, manejó muchísima información; al final del libro hay varias páginas con los nombres de personajes verdaderos que aparecen en la novela. Sin embargo, recuerdo que el desenlace me pareció flojo; tendría que releerla, pero creo que quedan algunos cabos sueltos y el final es un poco deshilachado. De todos modos, con “Fuegia”, de Belgrano Rawson, y “La tierra del fuego”, de Sylvia Iparraguirre, son una buena manera de acercarse a aquellos hechos poco conocidos de la expedición de Charles Darwin por estas tierras a mediados del siglo XIX.
En cuanto al enlace de esta reseña bibliográfica con la nota de La Nación en torno a escritores chubutenses, bueno, tal vez sea un tanto rebuscado. Sylvia Iparraguirre es nacida en Junín, pero, la otra noche, en la charla con Hugo y con la ganadora, contó que hizo muchos viajes por la Patagonia y los mares australes durante la preparación de su novela. Además, la aparición del apellido Glanzmann en aquel informe se asociaba al nombre Cecilia, o sea, una escritora, afincada desde hace unos veinte años en la ciudad de Trelew.
Pero más auténtica fue la magia que contó la Iparraguirre. Durante un viaje para la presentación del libro, realizó una vez más la navegación por el canal de Beagle, para que lo conociera su sobrina, que la había acompañado. Al bajar del barco, los pasajeros reciben una especie de diploma, souvennir del viaje. Más tarde, mirándolo con detenimiento, Sylvia ve que el texto tiene como fondo un viejo mapa de la región. Allí, entonces, recién descubre, aunque había visto durante su investigación muchos otros mapas, que, muy cerca de la isla Button, una península que parece apuntar a esa porción de tierra que recibió el nombre del aborigen secuestrado, se llama Sylvia.
Entonces, esta vez, me saco el sombrero frente a la verdadera magia señalada por una auténtica escritora –aunque a ella seguro la ayuda Abelardo (...¡Callate, Turco!).
El martes, teatro. Paredero revisita otro de esos clásicos que cada tanto desempolva. Esta vez, “Cyrano de Bergerac”, de Edmond Rostand. Un texto que ha frecuentado tanto las tablas de todo el mundo (acá lo hizo una vez Ernesto Bianco, y a este actor se refirió el concurso sucursal de hoy) como los estudios de Hollywood o las letras de canciones de rock. Ganó una vez más la joven Verónica Cornejo, de Lugano, a quien realmente se ve muy completita en cuanto a su bagaje para la competencia en Párrafus: gana con teatro, con poesía, con novela. (Además, hoy nos enteramos que persevera en la melancólica frecuentación del cine iraní, que estuvo de moda y todos vimos hace unos años, y lo persigue hasta la mismísima sala Lugones del teatro San Martín.) Yo seguiré en punta, lejos, solo, pero en mi lista es notoria la profusión de la novelística, mechada con algunas pizcas de poesía. Y con teatro, siguen siendo solo dos mis victorias: “Hombre y superhombre” y “Los árboles mueren de pie”.
Este martes llamé, bastante seguro, porque alguna vez abrí la obra de Rostand, pero me equivoqué; se me confundió ese comienzo en la sala del teatro de Borgoña, en 1640, con otro, de una obra no tan clásica, pero famosa, donde dialogan el Presidente y un Barón. Lucas, con un resabio de satisfacción, me dijo que no.
De Cyrano, el poeta, el verdadero, recuerdo haber leído alguna vez que se lo señala como un precursor de la ciencia-ficción. Tiene un libro llamado “Viaje a la luna” y otro, cuyo nombre no recuerdo, que trata de una expedición al sol. Influyó también, parece, por la intención satírica de sus fantasías, en Swift y en Defoe. Y no sé si será de su obra, o de la de Rostand, esta célebre definición: “Érase un hombre a una nariz pegado”, que bien podría hacer mía, por ser la nasal una más de las importantes protuberancias que aquilatan mi cuerpo: soy de pies grandes, orejas grandes... bueno, nariz grande... y, ¿qué más? No me encuentro... ¿Qué más? ¿Qué más?
Cerramos la semana –dijo el mosquito- con un cuento, como la semana pasada. Saludo esta recuperada regularidad del más difícil de los géneros –para escribirlo, dicen los que saben, y para descifrarlo en Párrafus, digo yo.
Esta vez, Hugo contó que dudó entre dos títulos del autor elegido: uno, un clásico, “Regalo de reyes”; el otro, más secreto, “Un amante tacaño”. Eligió este último.
El autor, O´Henry. El ganador, el intermitente Mario Solaquián, vecino de Palermo.
Por primera vez, tomándome unos minutos mas que de costumbre en el ciber, busqué algún material sobre O´Henry en Internet. Leí que Borges tradujo el clásico cuento con el título de “Los regalos perfectos”. También, que el verdadero nombre del norteamericano O´Henry fue Sidney Porter. Además, parece...
Pero, ¿qué más? Yo, cuando me cargaban, siempre decía: tengo grande todo lo que sobresale: nariz, orejas, pies y... Y, ¿qué más? ¡¿Qué más?! ¡¿Qué más?!
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