lunes, 4 de febrero de 2008

Historia de mis Victorias (Nº 5)

En todo caso, la próxima vez que gane voy a presentarme como Horacio Coronel.
Ya lo hice una vez, como chiste, y Hugo me reconoció enseguida y se rió. Pero la audiencia se renueva y crece, así que puedo hacerlo de nuevo sin que importe repetirlo. Y la próxima vez, además, quizá deba hacerlo en serio, por si nuestro conductor se chiva de veras y no me quiere dejar participar más.
Una noche anterior, sin embargo, antes de la ocasión del chiste, me presenté como Perenchio Coronel porque mi vieja estaba internada. Dije que como un tributo a ella, o una invocación por su salud, o un rezo laico en el éter, quería utilizar esa noche mi segundo apellido -el suyo.
Esa noche, un lunes (10 de julio de 2006), gané con la lectura de una obra de Henry Miller que Hugo, con cierta elasticidad, caracterizó como novela: "Trópico de cancer". (Sabido es que Miller imbricó como nadie, en el siglo XX, vida y literatura, creando un género único que tampoco es, a mi juicio, autobiografía. Pero bueno, digámosle Novela. ¿Cómo, si no? ¿Nivola?...)
Mi vieja estaba internada desde el viernes anterior, cuando se había caido en la carnicería. Tenía entonces 86 años. Por sus problemas de hipertensiòn y mareo ya no debía salir sola a la calle (se había caido ya varias veces), pero, por no molestar a mi hermana o a los nietos, se empeñaba en hacer sus compras ella misma. Esa mañana cayó casi desvanecida y dio de lleno con su cabeza contra el suelo. El carnicero llamó a la ambulancia del hospital más cercano, el Materno-Infantil de Laferrere, y una mujer, que la conocía vagamente, pudo llegar a su casa y avisar. Mi hermana me llamó para contarme recién esa noche, después de ocuparse del dilatado trámite para el traslado a la clínica que corresponde por el Pami. Como tengo dos horas de viaje desde Escalada, y a la noche no me iban a dejar verla, yo fui al otro día. Además, mi hermana me dijo que ya le habían hecho una tomografía y estaba bien. Pero cuando la vi, ese sábado a media mañana, pensé: "Bueno, llegó el momento".
Estaba medio sentada en la cama, con las manos por encima de las sábanas, mirando por la ventana que tenía a la derecha; hacia el otro lado había otras dos camas con viejitas enfermas. Le vi las manos y la cara repentinamente consumidas. La nariz aguileña resaltaba con un filo que no estaba ahí tres días antes, cuando la viera por última vez. Las manos eran solamente de venas y huesitos. La mirada hacia el exterior era absorta. Y cuando me vio no me conocía.
La saludé y me respondió, pero no me conocía. ¿Alguna vez alguien bien conocido los miró como a un extraño? No, fue peor que eso. Ella me miró con el mismo estupor que había mirado por la ventana, pero se notaba un esfuerzo. Sonrió, asintió un par de veces con la cabeza, buscó en mi cara. Se esforzaba por conocerme. Yo me había quedado callado después de decir "hola" (por mi mente pasó una imagen de mi viejo de hace muchos años atrás), hasta que pensé que hablando la ayudaría. Le pregunté qué le pasó. "Me caí", dijo. "¿Y cómo te caiste". "Y, no sé. El otro día, en la carnicería...". Eso había sido el día anterior. "Ayer", le dije. "No, cómo ayer...", y se quedó pensando. Me pareció notar una leve difilcutad en la vocalización, en el sonido de la t con la r. Y después, cuando empezó a contar, con mucho detalle, toda la circunstancia y los aledaños de desmayo, caida y golpe, fue más notorio que se trababa con algunas palabras; entonces chasqueaba los labios, molesta, y pensaba antes de seguir. Además, hablaba como con cualquiera. Como si se lo contara a la paciente de la cama de al lado o a alguno de sus visitantes. No era el tono con que me habla a mí, ese tono único de nuestra familiaridad. Era un tono desganado, indiferente. A su vez, sin embargo, parecía impulsada por una especie de frío entusiasmo, por una necesidad de contarlo, de explicarse.
Me contó que ese día la Patri (mi hermana) había ido y vuelto temprano de comprar, antes que ella se levantara, y que después había salido otra vez, no se sabía adonde; que los chicos más grandes, a pesar de las vacaciones de invierno, tampoco estaban en su casa; que a ella igualmente la carne le gusta verla bien antes de comprar, porque si no le traen cualquier cosa, así que tiene que ir. Por eso fue sola.
Aparentemente estaba bien, caminó las tres cuadras hasta la carnicería sin problema. Fue mientras hacía la cola, dentro del local, donde empezó a sentir palpitaciones y un calor en la cabeza y en el cuello. Después, lo siguiente que recuerda es el movimiento de la ambulancia y la cara de un médico cerca suyo. Le pregunto si en la ambulancia iba la Patri. “No, a la Patri no sé cuándo le avisaron... Vino al otro día. Yo estuve sola, no sé adónde me llevaron”. A mi hermana me la nombraba con seguridad, pero creo que seguía sin saber quién era yo. “Y ahora, ¿dónde estás?”, le pregunté. “En Laferrere, en la sala...”, dijo con un gesto como de encogimiento de hombros. Le dije que no, que de ahí ya la habían llevado a la clínica de Pami, en Gonzalez Catán. “¿No te acordás?” “Qué me voy a acordar..., ¿vos sabés el golpe que me dí?” Poco a poco abandonaba el tono indiferente y reaparecía su nota quejosa habitual. Siguió contando lo que recordaba. Que en Laferrere le habían cosido la cabeza, que alguien a la tarde le dio un yogurt para que tome, que el primer día vomitaba todo, que le iban a tener que hacer un estudio. Le expliqué que para eso la habían trasladado, que el estudio ya estaba hecho y había salido bien. “¿Y entonces por qué no puedo comer nada?”, se quejó. Le pregunté qué le habían dado la noche anterior. No se acordaba qué era, pero sabía que enseguida había vomitado lo poco que trató de comer. “Y hoy, ¿te trajeron desayuno?”, pregunté. Dijo que sí y me señalo una mesa con ruedas que había en un rincón del cuarto. Me fijé y vi la taza llena y el paquetito de tostadas sin abrir. “¿Querés que te compre algo?”, ofrecí. “Tengo sed”, dijo. “¿Qué querés, jugo o gaseosa?” “No, no compres nada, yo no traje nada de plata”. Me sonreí, porque noté que de a poco volvía a ser la misma. Salí a comprar una caja de jugo y unas vainillas. Cuando volví, me preguntó por Cristina. También quiso saber si ese día no trabajaba. “A la tarde”, le dije. “Me voy desde acá, dentro de un rato”. En ese momento yo trabajaba en el hospital Santojanni, de dos a diez. Le dije que a la tarde iba a volver la Patri. “No, para qué”, dijo, “ella tiene los chicos. Además hoy tiene que ir a la iglesia” Ya sabía que era sábado. Le dije que ese día no había iglesia, y que también iba a venir Manuela, su “hermana” -una compañera de su propio templo evangélico. Después pidió que le levante la cabecera de la cama. Comió dos vainillas y se tomó medio litro de jugo, sin consecuencias. Después, siguió rehaciéndose. Se me ocurrió parafrasear un título hermoso de Haroldo Conti: “Mi madre andaba en la luz”. Pensé que ella había andado en las sombras, que cuando la vi con la mirada perdida en la ventana a lo mejor estaba a punto de caer, que la retuve de este lado hablándole y haciéndola hablar, que tal vez aparecí justo a tiempo... como ella tantas veces.
Después, el jueves de la otra semana, le dieron el alta. El golpe había activado el reflejo del vómito, algo que es habitual, por eso en las primeras 24 horas no pudo alimentarse y enflaqueció tanto. Las dificultades para hablar y la confusión mental habían preocupado, por eso quedó internada unos días más, a la espera de un eco-doppler que en la clínica nunca pudo hacerse. Pero no hizo falta. Se recuperó sola. Volvió a casa y nos aseguró que ahora sí dejaría de salir sin compañía. Hasta el día de hoy lo cumple. Además de hacer las compras con mi hermana, sale conmigo a caminar un rato cuando voy a visitarla. Desde aquel momento, me agarra del brazo cuando vamos hasta la plaza y andamos un rato en la media luz del atardecer.

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